El éxito como carrera universitaria
Titulación oficial del Ministerio de Educación
De mayor quiero ser rico.
No bombero ni astronauta ni médico de esos que salvan vidas ni poeta de los que no salvan nada pero lo explican todo. No. Rico. Así, en abstracto. Como si fuera una profesión. Como si hubiera una universidad con la carrera de millonario y máster en lifestyle. Con optativas como “cómo monetizar tu cara” o “cómo fingir que no te importa mientras subes stories desde Maldivas”.
Según las encuestas —esas que a veces dicen la verdad y otras veces solo lo que queremos oír—, los niños de hoy quieren ser influencers, youtubers, tiktokers. Y no lo digo con escándalo moralista, no. Lo digo con resignación filosófica, como quien observa un atardecer bonito sabiendo que es el último antes de que el algoritmo decida que ya no venden los atardeceres.
Pero no culpemos a los niños. A fin de cuentas, ¿quién les ha contado este cuento de hadas con halos resplandecientes? ¿Quién les ha explicado que el éxito es tener seguidores y que el fracaso es no tener el último iPhone? ¿Quién les ha enseñado que lo importante no es qué haces, sino quién te mira mientras lo haces?
Spoiler: no ha sido la escuela.
Hace unas décadas el “sueño americano” era tener una casa, un coche y una familia que te soportara en navidad. Hoy el gran sueño es digital: vivir de subir vídeos de tu cara haciendo cosas que a ti te parecen normales y a los demás, inexplicablemente, les parecen geniales. El algoritmo como nuevo dios. El like como nueva misa. La viralidad como salvación.
Pero… ¿y si estuviéramos persiguiendo algo vacío?
¿Qué es el éxito, en realidad? ¿Es tener mucho? ¿Es aparentar tenerlo? ¿Es fingir que no te importa tenerlo mientras lo buscas desesperadamente?
¿Y si el verdadero éxito fuera algo tan poco viral como madurar con dignidad?
Demasiado filosófico, lo sé. Pero ya que estamos, te invito a pensarlo conmigo. O a reírte. O a enfadarte. O a cerrar esta pestaña. Cualquier reacción es válida, excepto una: la indiferencia. Porque detrás de cada niño que dice “quiero ser rico”, hay un adulto que ya no sabe lo que quiere… pero lo quiere rápido.
EL SUEÑO AMERICANO 2.0
Del Cadillac al algoritmo
Hubo una época en la que el éxito tenía forma de Cadillac. O de nevera llena. O de vacaciones en la costa con los suegros aguantables y los niños bien vestidos para la foto. El American Dream era simple: trabaja duro, no la líes mucho, y algún día tendrás una casa con jardín y barbacoa. El cielo se pagaba a plazos y lo firmabas con una hipoteca. No era muy sexy, pero al menos era tangible.
Hoy ese sueño está descatalogado. La barbacoa sigue ahí, pero ahora se enseña en Instagram con filtro sepia, y solo si tiene buena luz. El sueño americano ha sido reemplazado por su versión streaming: el gran sueño digital.
Ya no se trata de tener una casa, sino de que parezca que vives en una cada vez que abres la cámara frontal. Ya no se trata de ganarte la vida, sino de que la vida te la regalen por tener suficientes seguidores. Hemos pasado de “trabaja para tener cosas” a “existe públicamente para que te den cosas”. El esfuerzo ha sido sustituido por la exposición. El mérito por la visibilidad. El trabajo por la marca personal.
Byung-Chul Han, ese filósofo que escribe libros delgados y frases afiladas, lo llama la sociedad del rendimiento. Una sociedad en la que ya no hay opresión externa, sino autoexplotación dulce: tú decides cuándo y cuánto trabajas… siempre que no dejes de hacerlo nunca. Donde la libertad de mostrarse ha mutado en obligación de ser visto.
Zygmunt Bauman, por su parte, hablaba de la “modernidad líquida”: todo fluye, todo cambia, nada permanece. Y el éxito, en este caldo, se ha vuelto volátil. Hoy eres tendencia; mañana, nostalgia. Un reel de ti mismo. Un archivo de historias destacadas que nadie volverá a ver.
El éxito ya no es un destino; es una notificación. Y el fracaso no es no llegar, sino no gustar. Por eso el nuevo sueño ya no consiste en hacer algo importante, sino en ser alguien relevante, aunque sea solo por un segundo y por motivos inexplicables. La viralidad como única medida del valor.
“La fama es ese perfume que usan los mediocres para no oler a fracaso.”
— (Apócrifo, pero suena a Oscar Wilde, así que vale.)
Ser rico ya no es tener dinero: es que parezca que lo tienes. Que lo digan tus zapatillas. Tus stories. Tu agenda llena de nada pero con muchos eventos. Tu vida como escaparate. El escaparate como vida.
Y en este nuevo sueño digital, el niño que quiere ser tiktoker no es ingenuo. Es un genio adaptado. Ha entendido las reglas del juego mejor que nadie. El problema no es su deseo. El problema es que ese deseo… quizá sea perfectamente lógico en un mundo profundamente enfermo.
EL VALOR DEL ÉXITO
¿Quién nos enseñó a desear tanto?
No, no es culpa de los niños.
Los niños no nacen queriendo ser ricos. Nacen queriendo ser dinosaurios, dragones, sirenas, astronautas, futbolistas, veterinarios de unicornios. Lo de querer ser rico llega más tarde… como los complejos, la ansiedad y los planes de pensiones. Llega cuando alguien —con buena intención y pésima pedagogía— les empieza a contar que la vida va de “tener cosas”, no de “ser algo”. Que lo importante es ganar. Que lo segundo no existe.
¿Y quién les cuenta eso?
Spoiler: somos nosotros.
Padres que proyectan frustraciones. Tíos que les regalan juguetes carísimos y luego les dicen que estudien “algo con salida”. Profes que les explican que tienen que esforzarse mucho para que el día de mañana puedan tener una buena vida, mientras la suya se desmorona a base de burocracia, mal sueldo y 25 niños con mocos. Influencers que les enseñan a posar antes de enseñarles a pensar. Empresas que convierten las pasiones en monetización.
Y sí, también filósofos de barrio como nosotros, que escribimos artículos como este con la esperanza secreta de que alguien los lea… y les dé like.
¿Hipocresía? No. Humanidad en beta.
Pierre Bourdieu hablaba del “capital simbólico”, ese conjunto invisible de cosas que valen, aunque no sean cosas. El apellido, el acento, la forma de vestir, la universidad a la que fuiste o fingiste que fuiste. El éxito, desde esa mirada, no se consigue: se hereda, se imita, se codifica culturalmente. No se trata de tener talento, sino de parecer que perteneces. Y para pertenecer hay que desear lo correcto: lo aspiracional, lo vendible, lo replicable.
Así, los niños no sueñan con una vida plena, sino con una vida deseada. No quieren ser algo, quieren que otros quieran ser ellos. Han internalizado el deseo de los otros como brújula de su identidad. Y si eso no es filosofía de trinchera, ya me dirás tú qué lo es.
“La cultura no es solo lo que nos rodea. Es lo que nos habita sin que nos demos cuenta.”
— Probablemente Foucault, posiblemente tu madre, seguramente ambos.
Por eso, cuando un niño dice que quiere ser tiktoker, no está diciendo “quiero entretener”. Está diciendo: “quiero ser alguien que se ve”. Y eso, amigo lector, no es una aspiración banal. Es el síntoma de una sociedad que ha confundido el amor con los seguidores y la autoestima con la tasa de conversión.
¿Quién nos enseñó a desear tanto? Quizá lo importante no sea responder. Quizá lo importante sea empezar a desear menos… pero mejor.
LA SOCIEDAD COMO IMPULSORA DEL DESENCANTO
Cuando educas bien y aún así te sale un tiktoker
Dicen que los niños aprenden con el ejemplo. Y es cierto. Pero no especifican de qué ejemplo. Porque un padre puede enseñar con la palabra… pero la sociedad grita más fuerte.
Unos padres educan bien. Enseñan valores. Les dicen a sus hijos que lo importante es la actitud, el compromiso, la constancia. Que lo que cuenta no es tener, sino ser. Que si luchas, algún día llegarás lejos.
Y el niño escucha.
Pero también ve.
Ve que su padre tiene dos trabajos, una carrera universitaria, ojeras crónicas y una nevera con más espacio que opciones. Que su madre llega tarde, siempre cansada, y aún así sonríe porque no quiere que el niño pierda la fe. Que el abuelo cobra una pensión absurda después de toda una vida cotizando. Que en casa no se puede comprar Nutella este mes… porque el alquiler ha subido.
Y entonces, como guinda, ves en la tele a Jeff Bezos diciendo: “El dinero no es lo importante en la vida.”
Lo dice él. Desde su yate. Con voz de iluminado que ha pasado por todo… menos por no llegar a fin de mes.
Como si al morir lo fueran a enterrar en una caja de cartón de Amazon con la frase “lo importante es lo que llevas dentro”.
Y entonces coge el móvil.
Y ve a un niñato con peinado de Shutterstock y una sonrisa Profiden enseñando su casa con piscina, su iPhone nuevo y su frase motivacional vacía: “si yo puedo, tú puedes”. Y claro, el niño hace la suma: dos más dos son TikTok. Y la resta también.
Así que un día dice, inocente pero con toda la razón del mundo:
“De mayor quiero ser youtuber”.
Total, el dinero no da la felicidad… pero mejor llorar en un Ferrari.
Y no es que sea vago. No es que no valore el esfuerzo. Sino es que ve que la disciplina de sus padres no sirve. Que lo que le enseñan en casa no se cumple en la vida. Que lo correcto no da likes. Que lo justo no paga facturas. Que lo ético, en este mundo, es para perdedores.
Y en ese instante, no mueren los principios.
Muere la esperanza.
Y es que el verdadero desencanto no nace del fracaso personal, sino de ver que los que más quieres lo han hecho todo bien… y aún así la vida les ha pasado por encima.
La sociedad le dice al niño: “haz lo correcto”.
Y luego premia al que hace lo viral.
Y así, entre discursos contradictorios y ejemplos tóxicos, el niño aprende la gran lección contemporánea:
Que portarse bien no da de comer. Pero posar bien, a veces, sí.
Lo peor no es que el sistema no funcione.
Más perverso todavía es que te dice que si no te funciona, la culpa es tuya.Que si tu padre no llega a fin de mes, no es porque la sociedad esté rota: es porque no supo “reinventarse”. Que si tu madre va quemada, no es por precariedad estructural: es porque no meditó lo suficiente. Que si tú te sientes vacío, no es porque todo esté podrido: es porque no tienes “la mentalidad adecuada”.
Así que no solo fracasas. Te sientes culpable por fracasar.
El relato del mérito no te levanta: te deja en el suelo y te da un libro de autoayuda.
Y mientras tanto, en la tele aún repiten que hay que estudiar, que esforzarse vale la pena, que el futuro será de los preparados. Y los profes hacen lo que pueden entre ratios imposibles y pizarras rotas, convencidos de que están formando ciudadanos… cuando en realidad están preparando a soldados para una guerra que ya no existe.
¿Cómo va a confiar un niño en la educación… si ve que su profe no llega a final de mes y el tiktoker del barrio sí?
La escuela habla de principios, pero el algoritmo enseña otra cosa. Y el algoritmo tiene mejor «conexión».
Y sí, esto pasa en todo el mundo.
Pero… ¿por qué pasa más en unos países que en otros?
No es que en España eduquemos peor a nuestros hijos.
Es que en otros países los padres no tienen que decir: “hijo, este mes no podemos comprarte una chocolatina”.
Aquí los niños no solo aprenden lo que cuesta vivir.
Aprenden también lo que vale hacer trampas.
Porque luego enciendes la tele, y ves a un ministro montando fiestas desenfrenadas con putas, coca y barra libre.
Pagadas, por supuesto, con nuestros impuestos.
Y claro, en la próxima encuesta del colegio, el niño ya no dirá “de mayor quiero ser rico”.
Dirá:
—Papá, de mayor quiero ser ministro.
Y a los padres sólo nos quedará rezarle a algún amigo imaginario con formato deidad:
“Por favor, si de verdad existes… que mi hijo diga youtuber.”
EL ÉXITO COMO MÁSCARA
O cómo se construye una identidad de mierda (basada en la mirada ajena)
La identidad, en teoría, debería ser algo que construimos desde dentro. Una especie de autorretrato hecho con los garabatos de nuestras vivencias, valores y fracasos. Pero en la práctica, más bien se parece a una selfie: algo que construimos mirando constantemente si queda bien… para los demás.
Vivimos atrapados en la gimnasia del agrado. El «yo» ya no se descubre: se diseña. Con hashtags. Con filtros. Con bio de 150 caracteres que defina “quién eres” en formato vendible. Y si no gusta, se cambia. Total, siempre puedes hacer rebranding personal y llamarlo “crecimiento”.
“Sé tú mismo… pero solo si eso me gusta.”
— Sociedad, 2025
Esta identidad de escaparate no es solo superficial. Es profundamente agotadora. Porque exige estar siempre expuesto, siempre disponible, siempre produciendo una versión rentable de ti mismo. No importa lo que pienses, sientas o dudes. Lo importante es que no se note. No se te ocurra mostrar vulnerabilidad. No llores en directo (a no ser que eso te dé engagement). No seas tú, si tu tú no convierte.
La filósofa Simone de Beauvoir decía que “una no nace, sino que se convierte en mujer”. Hoy podríamos actualizarlo: uno no nace, se convierte en marca personal. Da igual lo que eres. Lo que importa es lo que pareces.
Y así nos va.
Bo Burnham, en su genial y perturbador Inside, nos regala una disección quirúrgica del yo digital: el tipo solo en una habitación, hablando con la cámara, intentando hacer reír mientras se va rompiendo por dentro. ¿El éxito? Ahí está. ¿La salud mental? Nos la dejamos en el directo de anoche.
Y si esto le pasa a un cómico consagrado, imagina a un chaval de 13 años obsesionado con que sus vídeos no tienen suficientes views. La autoestima convertida en gráfico. El alma en analítica. El yo como contenido y el contenido como cárcel.
Porque el problema no es solo que vivamos para gustar. Es que hemos llegado a un punto en el que ni siquiera sabemos quiénes somos cuando no estamos gustando. Cuando se apaga la pantalla, ¿qué queda? ¿Quién queda?
David Foster Wallace, antes de convertirse en cita de taza de café hipster, lo dijo con una claridad brutal:
“Todos adoramos. Solo podemos elegir qué adorar. Y si adoras la belleza, el poder o el éxito, te van a comer vivo.”
Pero no lo escuchamos. Porque para escuchar hay que hacer silencio. Y el silencio, en este mundo, no vende.
Así que seguimos construyendo identidades de mierda. Basadas en la mirada ajena. En el juicio constante. En el miedo a no ser lo bastante relevantes. Y lo peor no es eso. Lo peor es que, encima, lo llamamos “autenticidad”.
La identidad no debería ser un show. Pero mientras todo se mida en likes, el yo será siempre una actuación. Una performance sin aplausos. Un éxito vacío. Un yo prestado.
MADURAR CON DIGNIDAD
Filosofía de la poda
Llegados a este punto, uno podría pensar que la única solución es prenderle fuego a todo: redes sociales, sueños de grandeza, cuentas de TikTok… e irse a vivir al monte a cultivar calabacines con nombre propio. Pero no. No va de eso.
No va de desconectarse del mundo, sino de reconectarse con algo que parecemos haber olvidado: la idea de que crecer no es acumular, sino soltar.
Sí, lo sé. Suena zen. Pero qué le vamos a hacer, a veces los clichés tienen razón. Quizá madurar con dignidad no consista en hacerse rico, ni famoso, ni relevante, sino en aprender a perder —con elegancia— todo lo que no necesitabas para empezar.
“No se trata de tener más, sino de necesitar menos.”
— Dijo Epicteto, probablemente, mientras comía pan seco y le daba igual.
La metáfora del bonsái viene al pelo aquí. Un árbol que no crece en todas direcciones como un loco ambicioso, sino que se poda, se cuida, se moldea… no para ser menos, sino para ser más él mismo. Hay belleza en lo contenido. Hay poder en lo que se elige no mostrar. Hay dignidad en decir: esto no lo necesito para sentirme valioso.
Porque el éxito sin freno solo lleva a la hipertrofia del ego. A esa versión de ti mismo que ya no cabe en el espejo. Que necesita validación constante porque, en el fondo, está hueco. Que no sabe estar solo. Que no sabe parar. Que no sabe quedarse quieto un domingo sin sentir que debería estar “haciendo algo productivo”.
Camus hablaba del absurdo como la grieta entre lo que deseamos que la vida sea… y lo que realmente es. Y en lugar de deprimirse por ello, propuso algo revolucionario: abrazar el absurdo. Hacer de él un motor. Ser como Sísifo, sí, pero con un poco de swing. Subir la piedra y, mientras tanto, silbar.
“Hay que imaginar a Sísifo feliz”, decía.
Y quizá haya que imaginar al fracasado… en paz.
Porque igual el verdadero éxito es tener días aburridos. Tener amigos que te conocen cuando no brillas. Tener un cuerpo que envejece sin que lo odies. Tener tardes sin propósito. Tener una identidad que no necesita actualizarse cada semana para seguir siendo válida.
Kierkegaard hablaba del “yo verdadero” como aquel que se relaciona con su propia verdad interior, no con la mirada del otro. Claro que eso es difícil. Claro que eso no da likes. Pero eso —eso— es libertad.
Madurar con dignidad es poder mirar atrás y no ver un currículum, sino una historia. No un timeline, sino una vida. Una vida no perfecta, pero sí tuya. Una vida sin filtros, sin marca, sin marketing… pero con sentido. Aunque ese sentido sea simplemente haber estado presente.
Y si eso no es riqueza, ya me dirás tú qué lo es.
EL RIESGO DEL SUEÑO
¿Y si no lo consigues?
Esa es la pregunta que nadie pone en la bio. Porque el nuevo sueño digital —ese que sustituye al sueño americano con emojis y autoplay— tiene una cláusula escondida: no hay sitio para los que no destacan. Es un juego donde solo unos pocos ganan… y todos los demás aplauden, sonríen y se sienten culpables por no haberlo conseguido.
Y es que no lograrlo hoy ya no es simplemente no llegar a ser rico. Es sentirse defectuoso. Como si hubiera algo mal en ti. Como si fueras una beta fallida de humano porque tus vídeos no se viralizan y tus hobbies no monetizan.
Y no hablamos de frustración adulta. Hablamos de niños de 10 años que creen que no valen nada si no tienen seguidores. De adolescentes con ansiedad porque no se ven bien en cámara. De adultos jóvenes con burnout porque han convertido su vida en una performance constante.
“No es que no sepas quién eres. Es que nunca te dieron permiso para no saberlo.”
— (Lo dijo alguien entre ataques de pánico y stories motivacionales.)
Todo el modelo aspiracional está diseñado para fracasar. Porque el éxito no tiene techo, pero sí tiene reloj: tiene que llegar rápido, verse bien y durar lo justo para generar envidia… y desaparecer antes de que te aburran. Como una story.
Y cuando no lo consigues, no hay duelo. Hay silencio. Vergüenza. Autoculpabilización. Porque si tú eres tu propio producto… y el producto no se vende, ¿quién tiene la culpa? Exacto: tú.
Aquí es donde entra la gran trampa del discurso motivacional contemporáneo. Ese que te dice “si quieres, puedes”, “cree en ti”, “todo está en tu mente”. El positivismo tóxico convertido en látigo de autoexplotación. Como si el sistema no existiera. Como si no hubiera desigualdad, fatiga, trauma o contexto. Como si todo dependiera de tu mindset y tus ganas.
Mark Manson, en su gran libro «El sutil arte de que (casi) todo te importe una mierda», lo resume con brutal honestidad:
“No todos podemos ser extraordinarios. De hecho, la mayoría de nosotros no lo somos.”
Y no pasa nada.
No ser extraordinario es normal. No destacar es sano. No gustarle a todo el mundo es necesario.
Pero claro, eso no lo pone ningún cartel de motivación en Pinterest.
Lo más irónico es que muchos de los que hoy venden éxito a través de cursos, charlas, y reels, llegaron ahí precisamente porque no lo estaban buscando. Porque hacían lo que les gustaba, sin preocuparse de “ser alguien”.
Y ahora nos venden la fórmula como si pudiera replicarse con una impresora 3D.
El éxito, cuando se convierte en norma, genera un ejército de fracasados. Gente valiosa que se cree invisible. Gente viva que se siente insuficiente. Gente que se levanta cada día con la sensación de que está perdiendo una carrera que nadie empezó.
Quizá ha llegado el momento de dejar de correr. De no “lograrlo”. De redefinir qué significa tener una vida buena.
Y si eso implica fallar en los términos del mundo… perfecto. Que fallen ellos también.
Extinción voluntaria
Los dinosaurios no murieron por tontos.
Murieron porque un meteorito cayó cuando menos se lo esperaban.
Nosotros, en cambio, vemos el meteorito venir… y le abrimos una cuenta de Instagram.
Lo grabamos en vertical. Le ponemos una canción viral y decimos:
“No importa que se acabe el mundo, si al menos esta story llega a tiempo.”
Y mientras tanto, educamos a los niños para que sueñen con ser ricos.
Y les pedimos que confíen en un sistema que se deshace por dentro.
Y les exigimos que brillen, que destaquen, que luchen…
en un escenario que ya está en llamas.
Quizá no haga falta un meteorito.
Quizá el algoritmo ya está haciendo el trabajo.