El yogur caducado del presente
“Consumir preferentemente antes de… ver tapa.” Así rezaba la etiqueta de un yogur que tuve delante una mañana cualquiera. Lo gracioso —o trágico, según se mire— es que yo ya había visto la tapa. O sea, el presente ya estaba caducado. Ese absurdo es exactamente el que nos atraviesa cada día: nos piden que vivamos el momento, pero el momento se escapa justo en el instante en que intentamos atraparlo. El pasado ya no existe, el futuro todavía no, y el presente es tan diminuto que apenas lo nombramos ya ha huido. El tiempo parece un mal chiste cósmico, un truco de feria en el que el premio siempre se esfuma cuando creemos tenerlo en la mano.
Nos obsesiona “gestionar el tiempo”, como si fuera un recurso que pudiéramos almacenar en cajas fuertes o estirar como goma elástica. Pero lo cierto es que lo único que hacemos es contarlo, dividirlo, fragmentarlo, inventar relojes, calendarios y agendas que no sirven para domesticarlo, sino para recordarnos cada día que se nos escapa. Y lo más curioso de todo es que, a pesar de saberlo, seguimos persiguiendo esa quimera: vivir el presente. Como si alguien pudiera explicarme dónde se compra, cuánto dura y cómo se embala.
El presente, ese pasado instantáneo
Si nos ponemos estrictos, el futuro no existe. Es apenas una hipótesis, un boceto lleno de suposiciones, un Excel de planes que nunca se cumplen como lo habíamos previsto. El pasado tampoco existe: lo que fue se desvanece, aunque lo conservemos en fotos y recuerdos mal editados por la mente. Y el presente… bueno, el presente es tan efímero que al decir “ahora” ya se ha convertido en “antes”. Vivimos en una paradoja: la vida se sostiene en algo que, técnicamente, no existe.
En ese sentido, podríamos decir que lo único real es un “pasado instantáneo”, un eco inmediato de lo que acaba de suceder. Besar a alguien, escribir esta frase, leerla. Todo, absolutamente todo, se convierte en memoria en cuestión de segundos. Así que cuando alguien insiste en que hay que vivir el presente, uno no sabe si reír o contestar con brutal honestidad: “me es imposible, lo siento”. Porque, en el fondo, lo único que hacemos es habitar en un diferido perpetuo, una grabación que nunca se emite en directo.
Esa idea resulta inquietante, pero también liberadora. Si lo único que tenemos es un pasado reciente, quizás el truco no esté en intentar poseer el presente, sino en reconciliarnos con esa condición de exiliados temporales. Aceptar que la vida es lo que acaba de pasar, no lo que está pasando. Y aprender a vivir con esa contradicción puede ser el inicio de una nueva relación con el tiempo.
Borges, Heráclito y otros sospechosos del tiempo
No soy el primero que se enreda en esta madeja. Borges, con su lucidez envenenada, escribió una “Refutación del tiempo” donde defendía que todo lo que llamamos “tiempo” no era más que una ficción del lenguaje, un espejismo para organizar lo incontenible. Para él, lo único real era el instante, ese relámpago que no se repite y que se nos escapa tan pronto como lo nombramos. Y si Borges, que vivía entre laberintos y espejos, sospechaba del tiempo, ¿cómo no vamos a sospechar los demás?
Mucho antes, Heráclito ya nos había advertido de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Todo fluye, nada permanece. Y quizá esa sea la verdadera condena: cada vez que creemos sostener algo, ya está mutando. Nuestra obsesión con congelar momentos —conservar fotos, guardar recuerdos, embalsamar instantes— es un acto desesperado contra esa corriente. Intentamos detener un río con las manos, y lo único que conseguimos es empaparnos.
Más recientemente, filósofos como J. J. C. Smart se preguntaron: si el tiempo realmente “pasa”, ¿a qué velocidad pasa? ¿Un segundo por segundo? Entonces necesitaríamos otro tiempo para medir ese paso. Y luego otro, y otro, en una cadena infinita de relojes que nunca se sincronizan. El tiempo que pasa se convierte, así, en una idea absurda. Y sin embargo seguimos hablando de él como si fuera un tren que va de estación en estación, con horarios fijos y destinos claros. Una metáfora demasiado cómoda para no creer en ella.
La trampa de “vivir el presente”
Y entonces llega la autoayuda y nos receta la solución mágica: “vive el presente”. Como si fuera tan sencillo como comprarse un curso en Udemy pagado a plazos o un retiro en el desierto con incienso incluido. La frase tiene encanto, claro: suena a mantra luminoso, a eslogan de taza Mr. Wonderful. El problema es que, como vimos, el presente es técnicamente inalcanzable. Así que se convierte en otra trampa más: un ideal tan inalcanzable como la felicidad perpetua o la plenitud eterna.
En realidad, lo máximo que podemos hacer es habitar pasados recientes. Esos segundos que acaban de escaparse pero aún conservan el calor del instante. El café que ya no quema, la carcajada que todavía resuena, la palabra que acabamos de pronunciar y que aún flota en el aire. Ahí, en ese pasado inmediato, quizá haya más verdad que en cualquier promesa de “vivir el presente”.
Y sin embargo, seguimos castigándonos por no lograrlo. Nos sentimos culpables por distraernos, por no estar “plenamente aquí y ahora”. Como si alguien hubiera conseguido alguna vez semejante proeza. La trampa funciona porque nos condena a perseguir lo imposible. Y lo imposible, bien lo sabemos, es la especialidad del tiempo.
Habitar el tiempo imposible
Si aceptamos que el presente es inalcanzable, ¿qué nos queda? No la desesperación, ni el cinismo, ni el abandono. Lo que queda es una forma distinta de relación con el tiempo: no luchar contra él, sino acompañarlo. No intentar atraparlo, sino cuidar lo que va dejando a su paso. En lugar de obsesionarnos con el instante perfecto, quizá debamos hacernos responsables de nuestros pasados inmediatos. Es decir: de las huellas que vamos dejando segundo a segundo, de la memoria que vamos sembrando sin darnos cuenta.
Aceptar que no hay un sentido último ni un presente absoluto, pero que cada acción, cada gesto, cada palabra configura un pasado que influye en quienes nos rodean. Vivimos en diferido, sí, pero lo que hacemos en ese diferido importa. Aunque sea un eco, aunque sea un reflejo. No se trata de ganarle al reloj, sino de vivir de manera que el recuerdo de lo que acabamos de hacer no nos dé vergüenza.
Granularizar el tiempo ayuda. No pensar en años, ni en metas vitales de calendario, sino en cafés compartidos, silencios acompañados, risas inesperadas. Pequeñas unidades donde, por un instante, parece que habitamos algo parecido a un presente. Aunque sepamos que, en cuanto lo decimos, ya se ha convertido en pasado.
Te aviso desde el pasado
Así que la próxima vez que alguien me diga con solemnidad que debo “vivir el presente”, tendré mi respuesta lista. Le diré que lo intentaré, claro. Y que, si algún día lo consigo, le avisaré desde el pasado. Porque, después de todo, es ahí donde vivimos: en un desfile interminable de presentes caducados que llamamos vida. Y, tal vez, aprender a reírnos de esa caducidad sea la forma más lúcida de habitar nuestro absurdo.
Lo que me pregunto y tal vez tú también…
Honestamente: no. El presente dura menos de lo que tarda este punto en aparecer. Así que lo que ocurre no es que vivas el “ahora”, sino que habitas su eco inmediato. El retrato que puedes sostener es del pasado más cercano, hasta que sea pasado también.
Si aceptamos que ni el futuro existe ni el pasado dura, lo que quedamos somos viajeros de un instante que ya fue. Entonces podemos optar por dejar de perseguir el rebaño de segundos y empezar a cuidar lo que ya ha dejado huella.