El viernes por la tarde llevé el perro a la peluquería canina y, mientras esperaba, fui a una plaza cercana. Me senté en un banco y, al cabo de un rato, se sentó a mi lado un hombre mayor que olía a tabaco y a costumbre. Traía un puro. Me preguntó si me molestaba que fumara y le dije: “no hay problema, fume usted tranquilo”. No esperaba nada especial; a veces la gente pasa y la vida sigue. Él, en cambio, decidió abrir la puerta de su vida justo en ese banco.

El encuentro en el banco: un ejemplo de nihilismo responsable

“Tengo 91 años”, me dijo sin dramatismo. “Lo único que me queda es un buen puro”. Su voz no tenía queja, ni reproche; tenía la calma de quien ya ha auditado su vida y ha cerrado las cuentas. Me contó que no hacía otra cosa: venía al banco, encendía el puro y esperaba. “Qué me importa ya todo, si cualquier día me voy. ¿Qué hago ya en esta vida si no me queda nadie?”. La frase podría sonar a rendición, incluso a nihilismo destructivo, pero no la dijo con derrota; la dijo con la tranquilidad de quien ha terminado de pelear por espectáculos ajenos y permaneció en lo que realmente era suyo.

Lo absurdo no fue tanto la frase como la serenidad con que se dijo. Porque hay una diferencia enorme entre rendirse y quedarse. Rendirse es apagar la luz en medio del combate; quedarse es entender que la batalla principal no era la que imaginabas. Él no se había escapado de la vida: la había vivido hasta el final de lo que le correspondía vivir. Me contó que no tuvo hijos y que su esposa murió de Alzheimer; que él la cuidó siempre. Ahí, con esa línea, todo se volvió claro y, a la vez, inquietante.

La ética mínima: cuidar, estar y reír sin que pese la conciencia

Lo que llamo “nihilismo responsable” aparece en escenas así, desde lo más humilde. No es puro cinismo ni permisividad con la apatía; es una ética mínima: cuidar de lo que tienes, estar cuando importa y poder reírte después sin que te pese la conciencia. El viejo del banco no necesitaba convertir su historia en lección moral; ya la vivió. Pero la lección estaba ahí, discreta: había hecho lo que había que hacer. No era un héroe épico ni un mártir escénico; era alguien que había estado presente en lo esencial cuando nadie miraba.

Filosofía cotidiana: podar lo accesorio para quedarse con lo esencial

Pienso en todas las formas en que nos autodestruimos antes de tiempo. Nos despedazamos buscando logros —títulos, reconocimiento, apariencias— como si fueran el manual de instrucciones para una vida con sentido. Acumulamos fracasos como si fueran medallas, éxitos como si fueran antídotos contra la soledad. Hacemos presupuestos de futuro y planes que funcionan como anestesia para no mirar lo inmediato. Y, sin embargo, al final, la imagen de muchas vidas se reduce a un banco, un puro y una carcajada. ¿Para qué tanto teatro?

No quiero caer en la trampa de la evidencia fácil: no todo lo que termina en calma es virtud, ni toda calma es resignación noble. Hay vidas desperdiciadas, silencios culpables y abandono que no son dignidad sino cobardía. Pero tampoco es justo desestimar la sutileza del hombre que cuidó a su mujer hasta perderla. Hay en su gesto una ética práctica (no espectacular) que es más difícil de lograr que la ostentación moral que tanto nos gusta exhibir en redes y cenas.

La paradoja es esta: si al final uno puede sentarse en un banco, encender un puro y permitirse reírse de la vida, tal vez la tarea no era acumular más, sino aprender a livianarnos antes. Livianarnos no significa volverse insensible; significa podar lo accesorio, priorizar y entender que cierta grandeza cotidiana consiste en estar. Estar para el otro y en lo que importa, estar cuando la vida exige presencia silenciosa y no titulares.

Ese hombre no me habló de política ni de dinero, y no me hizo sentir culpable de nada. Me habló con la voz de quien ha elegido un rito pequeño para el final: la plaza, el banco, el puro. Y esa elección me dejó una pregunta incómoda pegada a la lengua: ¿cuánto tiempo estamos perdiendo en la ilusión de que el sentido llega por añadidura? ¿Cuántas horas, años, relaciones y paisajes sacrificamos por una promesa de significado que quizá nunca llegue?

La lección operativa: hacia una ética mínima personal

No tengo receta mágica. Pero sí algo operativo que se parece a una ética mínima: haz lo necesario por quienes dependen de ti; entiende que las grandes declaraciones no sustituyen la presencia; aprende a podar. Si no puedes ser generoso con el tiempo que tienes, la idea de grandeza quedará reducida a postureo. Y si el final puede reducirse a un banco con un puro y una sonrisa, entonces quizá el horizonte no es corregir el mundo entero sino no joder demasiado el pequeño mundo que te toca.

Volví al perro, que olía a champú y a indignación por haber sido sometido a tijera. Caminamos de vuelta a casa. No eché de menos respuestas filosóficas (el hombre del banco no las ofrecía ni las pedía). Solo me quedó la imagen de su sonrisa y la sensación de que la dignidad muchas veces es silenciosa y mínima: cuidar a quien amas, sentarte cuando toca y permitirte reír al final.