Un sábado cualquiera de invierno, de esos que no puedes salir pero tampoco te apetece hacer nada, me dio por volver a hacer zapping en una plataforma (como si fuera a encontrar algo interesante)
Empecé a darle al botón más por inercia que por gana y no sé como le di sin querer a una serie de Marvel.
Me dispuse a ver una de esas series de superhéroes en los que no hace falta entender nada (siempre hay un malo muy malo que quiere destruir el mundo pero no explica porqué)
Así que preparé mis palomitas y mi refresco.
Pero me sorprendió. Era la serie de superhéroes más humana que había visto, la serie de Marvel menos Marvel de todas.
Un mutante que creía que era esquizofrénico y escenas que casi te convencen de que tu también lo eres. Pero en medio del caos, soltaron una reflexión que me dejó clavado al sofá: una voz en off hablaba del Mito de la Caverna, pero aplicado a los móviles.
“Imagina que vives en una cueva. No ves el mundo real, solo las sombras proyectadas en una pared. Ese es tu universo. Pero, ¿y si esas sombras fueran… las caras de otras personas en tu móvil?”
Así, sin anestesia.
Comparaban los muros de la caverna con las pantallas de nuestros teléfonos.
Las sombras, con las versiones editadas y pixeladas de los demás.
Y el fuego que proyecta todo eso… bueno, ese vendría siendo el algoritmo.
La frase que me perforó fue:
“A diferencia del mito original, donde las personas son reales y las sombras son ilusiones, hoy las personas son las sombras.”
Y ahí me entró la duda. No de si estaban en lo cierto —porque no hay forma de estarlo— sino de si, quizás, todos vivimos metidos en una cueva, convencidos de que vemos el mundo, cuando en realidad solo estamos viendo… reflejos.
Siluetas.
Avatares.
Y no hablo solo de Instagram.
La cueva de bolsillo: teléfonos como proyectores de sombras
No hace falta estar encadenado a una pared para vivir en una cueva. Basta con tener un móvil.
Pequeño, brillante, adictivo.
Una linterna que en lugar de iluminar, te proyecta sombras en la cara.
Y no cualquier sombra.
No el perfil difuso de la realidad.
Sino una versión cuidadosamente filtrada, ordenada por relevancia, y con notificaciones que te hacen sentir importante.
Porque claro, no basta con ver sombras: hay que ver las sombras que tú quieres ver. Eso sí que es libertad.
¿Que quieres enfadarte con alguien? La cueva te sugiere una story indignante.
¿Que necesitas creer que estás haciendo algo con tu vida? La cueva te lanza un reel de productividad con música motivacional.
¿Que tienes miedo de quedarte solo? No pasa nada, hay una sombra con forma de match esperándote a tres kilómetros.
Con suerte, a dos.
Decía Platón que si sacaras a uno de los prisioneros de la caverna y lo llevaras al exterior, a la luz, se deslumbraría y se resistiría a creer lo que ve.
Imagínate lo que pasaría hoy si le quitaras el móvil a alguien durante una semana.
La realidad sin filtros. Sin música de fondo. Sin pausa dramática.
La realidad que no brilla.
La que no vibra.
La que no te avisa de nada.
¿Y sabes qué? No es que no veamos la realidad. Es que ya no nos interesa.
Queremos una versión más manejable. Más entretenida. Más “yo”.
Un mundo en el que solo vemos lo que ya pensamos, solo seguimos a quienes ya nos gustan, y solo escuchamos las voces que no nos incomodan.
Una cueva personalizada.
Con Wi-Fi.
Y por si fuera poco, la cargamos en el bolsillo.
Es portátil.
La cueva portátil.
La cueva 2.0.
La puedes llevar al baño, al metro, al funeral de tu abuelo.
Es maravillosa.
Y como buena prisión moderna, no necesita barrotes.
Solo una pantalla táctil y un buen plan de datos.
Redes sociales: identidad a base de siluetas
En las redes no somos personas.
Somos perfiles.
Un perfil es como una sombra bien maquillada. Lo justo de oscuridad para parecer profundo, y lo justo de luz para parecer interesante.
No se trata de quién eres, sino de cómo te perciben.
O mejor dicho: de cómo crees que quieres ser percibido.
En redes, tu “yo” se convierte en un muñeco de cartón que sonríe, viaja, reflexiona con citas de otros y hace pausas de detox digital muy conscientes… mientras comprueba cada 15 minutos cuántos likes lleva el post que acaba de publicar.
Bienvenidos a la era de las siluetas emocionales:
- Publicas tu tristeza, pero con buena luz.
- Cuentas tus miedos, pero con copy inspirador.
- Muestras tu caos, pero con branding.
Y todos los demás hacen lo mismo.
Así que tú ves sus sombras, ellos ven las tuyas, y todos fingimos que eso es conexión.
Pero no lo es.
Es una especie de teatro de sombras global.
Cada uno desde su pantalla, aplaudiendo o envidiando o cancelando la versión coreografiada de los demás.
Y lo peor no es eso.
Lo peor es que, poco a poco, empiezas a creértelo.
Empiezas a pensar que tú eres tu feed.
Que tu valor está en la interacción.
Que si nadie comenta, no existes.
Que si no actualizas, desapareces.
Y así, sin darte cuenta, dejas de vivir para contarlo y empiezas a vivir para que se vea. (Hola Influencers)
Ya no viajas: haces contenido.
Ya no piensas: tuiteas.
Ya no ríes: haces reels.
La caverna ya no es un lugar oscuro.
Ahora tiene filtros de Canva, stories destacadas y una bio con emojis.
Y cuando alguien dice “sé tú mismo”, lo que realmente quiere decir es: “sé una versión tuya que encaje bien en esta cueva”.
Porque incluso dentro de la sombra, hay modas.
Y tú quieres ser una sombra que esté en tendencia.
Burbujas ideológicas: cada uno en su caverna premium
Si Platón viviera hoy, no escribiría sobre una caverna con sombras proyectadas por un fuego.
Escribiría sobre Twitter.
Bueno, ahora X. Porque hasta las plataformas mutan… pero nuestras certezas no.
Hoy ya no compartimos una cueva entre todos.
No, no.
Ahora cada uno tiene la suya.
Privada.
Curada.
A medida.
Un feed que piensa como tú, siente como tú, vota como tú, se indigna como tú.
Y si algo no encaja, lo bloqueas. O lo silencias. O lo cancelas.
Porque la disonancia cognitiva es muy poco estética.
Las redes sociales —que un día nos vendieron como espacios para conectar— se han convertido en cuevas ideológicas con calefacción.
Ya no buscamos la verdad.
Buscamos reafirmación.
Queremos escuchar, pero sólo lo que ya creemos.
Lo llamamos diálogo, pero es eco.
Lo llamamos debate, pero es ping-pong con el muro.
¿Y sabes qué? Da gusto.
Sentirse acompañado en la indignación.
Compartir memes de desprecio colectivo.
Poner en duda al otro sin dudar de uno mismo.
Es una cueva cómoda, cálida, y con sillas ergonómicas.
La caverna premium.
Donde todo lo que ves confirma que tienes razón.
Donde el algoritmo trabaja para protegerte de ideas distintas.
Donde las sombras no molestan, porque tú mismo las has elegido.
El problema no es tener ideas.
El problema es que cuando sólo ves las tuyas, dejan de ser ideas y se convierten en dogmas.
Y entonces ya no piensas: repites.
Y si aparece una sombra diferente, no la analizas, no la escuchas, no la cuestionas.
La reportas.
Porque no es que estés encerrado en una cueva.
Es que te has suscrito al plan premium sin anuncios.
¿Conocimiento o decorado digital?
Nunca en la historia de la humanidad hemos tenido tanto acceso a la información.
Y nunca hemos estado tan desinformados.
Un misterio digno de estudio.
O de exorcismo.
Le preguntamos a Google o a ChatGpt antes de pensar.
Copiamos ideas antes de digerirlas.
Y confundimos saber algo con haberlo leído en un hilo viral de 23 tuits.
Con emojis. Y gifs.
Y un cierre tipo: “Gracias por venir a mi TED Talk.”
Hoy el conocimiento no se construye, se comparte.
No se profundiza, se postea.
Y si lleva más de 30 segundos entenderlo, next.
Somos una generación que lee titulares, comenta titulares y se indigna por titulares… sin leer el artículo.
Y luego presumimos de pensamiento crítico.
Lo llaman “estar informado”.
Yo lo llamo tener una estantería mental de Ikea: todo bonito, etiquetado, pero si rascas un poco… se tambalea.
Vivimos rodeados de información, sí.
Pero más que informados, estamos decorados.
Decorados con frases motivacionales de Einstein que nunca dijo.
Decorados con videos explicativos de 40 segundos sobre historia, psicología y física cuántica.
Decorados con reels de gente que “te cuenta lo que no te enseñaron en el colegio”.
(Spoiler: a veces no te lo enseñaron porque era mentira.)
Lo que importa ya no es entender.
Es parecer que entiendes.
Que opinas.
Que dominas.
Aunque sea en 280 caracteres.
Y así vamos, navegando entre sombras con pinta de sabiduría, y sabiduría con alma de humo.
No buscamos aprender: buscamos impresionar.
No queremos conocer: queremos tener razón.
Porque, en el fondo, el conocimiento digital no es una linterna en la cueva.
Es papel pintado.
Una forma de vestir las sombras.
Para que parezca que estamos más cerca de la salida.
Aunque no nos hayamos movido un solo paso.
Jung y la sombra: lo que niegas te domina
Cuando éramos niños y teníamos miedo de la oscuridad, nos decían que “no pasa nada”.
Ahora somos adultos, y la oscuridad está dentro de nosotros.
Y seguimos repitiéndonos que no pasa nada.
Spoiler: pasa de todo.
Carl Jung, ese señor suizo que parecía tranquilo pero que escribió cosas como si se hubiera fumado el inconsciente colectivo, hablaba de algo llamado “la sombra”.
No la de Platón.
La tuya.
La mía.
La parte de ti que no quieres ver.
Tus rabias disfrazadas. Tus miedos maquillados. Tus inseguridades que huelen a colonia cara.
Para Jung, lo que no aceptas de ti no desaparece.
Se esconde.
Y te maneja desde ahí.
Como un ventrílocuo emocional con tu cara.
¿No soportas a la gente que necesita atención?
Quizás tú también la necesitas.
¿Te indignan los arrogantes?
Quizás sea porque te recuerdan a ti, pero sin culpa.
Vivimos con una sombra que vamos empujando a un rincón mental.
Un rincón oscuro.
Una cueva.
Y en lugar de iluminarla, le ponemos un cuadro bonito, una frase de autoayuda y una playlist de meditación.
Pero sigue ahí.
Mirándote.
Esperando que bajes a visitarla.
Porque si no lo haces, se filtra en todo.
En cómo hablas. En cómo reaccionas. En cómo amas.
Y entonces no vives tú. Vive tu sombra.
Y tú sólo te arrastras detrás, con una sonrisa y un café con leche.
La sombra no es el enemigo.
El enemigo es pensar que tú no tienes una.
Y aquí es donde la metáfora se revienta sola:
La cueva no está fuera.
Está en ti.
Y no se entra encadenado.
Se entra negando.
Nietzsche y las gafas sucias: todo son interpretaciones
Nietzsche no creía en verdades absolutas.
Ni en Dios.
Ni en la objetividad.
Ni en los lunes.
(Y en esto último, hay que darle la razón.)
Para él, todo lo que llamamos “verdad” no es más que una interpretación que ha olvidado que lo es.
Una forma de ver el mundo… que se nos ha pegado tanto a la piel, que ya no distinguimos entre lo que creemos y lo que es.
Imagina que llevas unas gafas sucias.
Tan sucias que distorsionan todo lo que ves.
Y en lugar de limpiarlas, decides que el mundo es así: borroso, opaco, teñido.
Eso, para Nietzsche, es lo que hacemos con nuestras ideas.
Y luego vamos por ahí señalando lo equivocados que están los demás.
“No existen hechos, sólo interpretaciones.”
Lo dijo él.
Y desde entonces, todos los que no entienden a Nietzsche lo citan para justificar su opinión como si fuera una revelación divina.
(Sí, estoy hablando de ti, persona que pone a Nietzsche en su bio de Tinder.)
La cueva, en este caso, no es un lugar.
Es una forma de mirar.
Es tu sistema de valores, tus creencias, tu historia personal, tus prejuicios.
Es esa voz interna que no para de juzgar, pero habla como si leyera un boletín oficial.
Y claro, cuando estás tan convencido de que lo que ves es “la realidad”, lo último que se te ocurre es cuestionar tus propias gafas.
¿Y si eso que te parece obvio no lo es tanto?
¿Y si lo que das por sentado depende más de tu historia que del mundo?
¿Y si tus certezas fueran solo sombras, pero con subtítulos?
Lo peor de todo no es que interpretemos.
Es que creemos que no lo hacemos.
Nos creemos neutrales. Objetivos.
Y eso nos vuelve peligrosos.
Porque nada enceguece más que pensar que estás viendo con claridad.
El ego como arquitecto: Watts y la ilusión de estar separado
Alan Watts era ese tipo de persona que te explicaba el universo mientras se servía un whisky.
Británico, budista, elegante y con una voz de esas que parecen saber algo que tú no.
Y probablemente lo sabía.
Watts decía que el ego —eso que llamamos “yo”— es una ilusión.
Un invento útil, sí, pero invento al fin y al cabo.
Una ficción con carnet de identidad.
Según él, no estamos separados del mundo.
No eres una gota perdida en el océano.
Eres el océano… jugando a ser una gota.
Pero claro, desde pequeños nos enseñaron otra cosa.
Nos enseñaron a decir “esto soy yo” y “esto no”.
A trazar una línea imaginaria entre “mi” cuerpo y el resto, entre “mis” pensamientos y el mundo, entre “yo” y “los demás”.
Y entonces el ego empezó a hacer de las suyas.
Construyó su propia cueva.
Con paredes de opinión.
Con espejos que devuelven solo tu reflejo.
Y con un cartel en la entrada que pone: “Propiedad privada. Aquí vive una persona especial.”
El ego necesita que te creas único, diferente, separado.
Porque si de pronto te das cuenta de que estás conectado a todo —a los otros, al planeta, incluso al tipo que te cae fatal en la oficina—…
Entonces el ego entra en pánico.
Porque deja de ser el protagonista.
Watts no te pedía que renunciaras a ti mismo.
Sólo que no te lo tomaras tan en serio.
Que entendieras que eso que llamas “yo” no es más que una historia que te estás contando.
Una cueva bien decorada.
Pero cueva al fin.
Y mientras sigas creyendo que esa historia es “la realidad”, vas a seguir viendo al mundo como algo que está “fuera”.
Como una amenaza.
Como una serie de sombras ajenas.
Pero ¿y si las sombras también fueran tú?
¿Y si el otro no fuera otro?
Watts no te da respuestas.
Te lanza preguntas con sonrisa de monje y copa en mano.
Y te deja solo en medio del laberinto.
Sin mapa, pero con una linterna existencial.
Avidyā: ignorar que ignoras
Avidyā, en sánscrito, significa “ignorancia”.
Pero no es la típica ignorancia de no saber cuántos planetas hay o quién ganó la segunda guerra mundial.
(No, no fue Rusia sola. Respira.)
Es una ignorancia más jodida:
la de no saber que no sabes.
Una ignorancia tan profunda, tan instalada en los huesos, que ni siquiera sospechas que estás dormido.
Para el budismo, esa ignorancia es la raíz del sufrimiento.
Porque en vez de ver la realidad tal como es —impermanente, interdependiente, sin ego—, tú ves lo que tu mente quiere ver.
Ves narrativas.
Ves apegos.
Ves enemigos donde hay espejos.
Y lo peor es que te lo crees.
Te crees tus emociones.
Te crees tus juicios.
Te crees tu historia personal como si fuera el capítulo final de un documental objetivo.
Pero no lo es.
Es un relato con banda sonora interna, edición de recuerdos selectiva y efectos especiales de trauma.
Y tú lo proyectas en la pared de tu cueva mental como si fuera Netflix.
Autoproducido. Autodirigido. Autoboicoteado.
El budismo te mira y te dice con calma:
“Lo que ves no es el mundo. Es tu ignorancia viendo el mundo.”
Y tú te ofendes.
Porque no puede ser que lo que tanto te afecta no sea real.
¡Si duele!
¡Si te quita el sueño!
Pero sí, puede ser.
Puedes sufrir por una ilusión.
De hecho, lo hacemos a diario.
Discutimos por ideas. Odiamos por símbolos. Lloramos por futuros que no existen.
Vivimos en cavernas de humo.
Y defendemos esas cavernas como si fueran castillos.
Avidyā no es un insulto.
Es un espejo.
Y cuando lo reconoces, no te vuelves sabio.
Sólo te das cuenta de lo perdido que estás.
Pero al menos lo sabes.
Y eso —como llevamos todo el artículo diciendo—
no te saca de la cueva…
pero te permite verla.
La falsa promesa de la “verdad”
Desde pequeños nos enseñan que hay que buscar la verdad.
Como si fuera un objeto.
Un tesoro escondido entre ecuaciones, dogmas o documentales de la BBC.
“La verdad te hará libre”, dicen.
Mentira.
La verdad te hace neurótico.
Y si no lo eres, es que has comprado una verdad prefabricada.
Porque, seamos claros:
no existe una verdad universal.
Existe tu verdad.
Y la mía.
Y la del cuñado que se informa por WhatsApp.
Y todas están convencidas de tener razón.
Pero la verdad no es democrática.
Ni estable.
Ni neutral.
La verdad es un mito útil.
Como el horóscopo.
O el propósito de vida.
Platón imaginaba que si salías de la cueva y veías la luz del sol, ibas a comprenderlo todo.
Hoy sales de la cueva, abres Twitter, y ves que hay cinco versiones de cada cosa, todas gritándose entre sí, y todas citando a Harvard.
Vivimos en la era de la hiperverdad.
Donde cualquiera puede tener razón durante 48 horas y luego desaparecer.
Donde un vídeo de 15 segundos puede desmontar un libro entero.
Donde saber mucho es sospechoso, pero tener opinión es obligatorio.
¿Y qué hacemos con eso?
Lo de siempre: nos agarramos a lo que nos conviene.
Nos aferramos a certezas recicladas porque nos da miedo pensar que tal vez… nadie sabe nada.
Que no hay luz al final de la caverna.
Solo otras sombras.
Más bonitas, mejor producidas, con música de fondo y subtítulos en varios idiomas.
Y aun así, seguimos hablando de “la verdad” como si fuera un lugar al que llegar.
Pero si existe, probablemente no se puede explicar.
Y si se puede explicar, seguro que ya está en Udemy por 19,99 €.
Así que quizás ha llegado el momento de rendirse.
No como derrota, sino como acto de lucidez.
Rendirse a la idea de que nada es del todo cierto.
Y que eso está bien.
Ampliar, no escapar: la única libertad posible
Llevamos siglos hablando de salir de la cueva.
Platón decía que había que liberarse, romper las cadenas, trepar al exterior, mirar al sol y quedar cegado por la luz de la verdad.
Una especie de escape room filosófico con premio final.
Pero no funciona así.
Porque incluso si consigues salir de una cueva, entras en otra.
Nueva cueva, nuevas sombras, nuevo algoritmo.
Y llega un momento en que entiendes que la salida no existe.
O mejor dicho: que la salida no es hacia fuera. Es hacia los lados.
No se trata de escapar.
Se trata de ampliar.
De empujar las paredes.
De romper tabiques mentales.
De hacer una puerta donde antes había un dogma.
“Saber que estás en una cueva te permite visitar otras. Esa es la auténtica salida.”
No porque descubras “la luz verdadera”.
Sino porque dejas de creerte especial.
Dejas de pensar que lo que tú ves es “lo real”.
Y empiezas a sospechar que todo el mundo está igual que tú: interpretando sombras y creyéndoselas.
Eso te da libertad.
No para tener razón.
Sino para no necesitar tenerla.
Puedes entrar en otras cavernas.
Escuchar ideas que te incomodan.
Leer a autores que no encajan con tu ideología.
Aceptar que alguien que te cae mal puede decir algo que te remueve.
Porque si todo son sombras, lo mínimo que puedes hacer es ver más de una.
Esa es la verdadera expansión:
no iluminar la cueva,
sino ensanchar la mirada.
Y cuando eso pasa, la vida no se vuelve más clara.
Se vuelve más amplia.
Más compleja.
Y curiosamente… más ligera.
Saber que miras sombras… y nada más
Hay algo liberador en reconocerlo:
no vemos la realidad.
Vemos sombras.
Distorsionadas, editadas, emocionales.
Sombras cargadas de miedo, deseo, memoria, expectativa.
Sombras con traumas, con culpa, con filtro vintage.
Y cuando lo sabes —no cuando lo entiendes, sino cuando lo sabes—, algo dentro de ti se desmonta.
Se afloja.
Respira.
Porque ya no necesitas tener razón.
Ya no necesitas convencer a nadie.
Ni demostrar que tu versión de los hechos es “la buena”.
Ya sabes que lo que ves no es lo que es,
sino lo que puedes ver desde donde estás.
Y sí, puedes intentar verlo mejor.
Ampliar tu ángulo.
Poner una linterna, abrir una ventana, quitar un espejo.
Pero nunca vas a salir de ti del todo.
Nunca vas a mirar sin sombra.
Porque tú eres parte de la sombra.
Y eso no es una tragedia.
Es una tregua.
Una invitación a dejar de luchar contra lo que no se puede vencer:
la parcialidad, la contradicción, la subjetividad humana.
Podríamos pasarnos la vida intentando salir de la cueva.
Y al final descubrir que la salida es circular.
Y que el único avance posible es saberlo.
Saber que miras sombras.
Y aún así, seguir mirando.
Con curiosidad.
Con duda.
Con menos orgullo.
Y con un poco más de ternura.
Una invitación a dudar con estilo
No saldrás de la cueva.
Ni hoy, ni mañana, ni después de leer este artículo.
(Si esperabas una guía para alcanzar la iluminación en cinco pasos, te has equivocado de blog. Y de siglo.)
Pero si has llegado hasta aquí, puede que algo en ti haya empezado a sospechar.
Que tus ideas no son tan sólidas.
Que tus certezas tienen goteras.
Que tu versión del mundo tiene más sombras de lo que pensabas.
Y eso ya es mucho.
Porque no se trata de escapar.
Ni de quemar lo que creías.
Ni de volverte nihilista, gurú, o venderte cursos de desapego por Instagram.
Se trata de dudar con elegancia.
De llevar tus contradicciones con dignidad.
De pasearte por tus cavernas internas como quien recorre un museo: con respeto, pero sabiendo que todo está sujeto a interpretación.
De entrar en las cavernas de otros sin lanzar antorchas.
De aprender a decir “no lo sé” sin sentir que has perdido.
De aceptar que, tal vez, nunca vas a ver la luz completa.
Y que eso no te hace menos humano.
Te hace, justamente, uno más entre todos los que habitan cuevas.
Porque si algo tenemos en común, no es la verdad.
Es la oscuridad compartida.
Y en esa oscuridad, a veces, pasa algo extraño:
alguien se gira,
te dice “yo también veo esa sombra”,
y durante un segundo,
no te sientes tan solo.
Epílogo: El melodrama que me conté
Podría terminar aquí.
Con una cita. Con una reflexión elegante.
Pero no sería honesto.
La verdad es que yo también me lo creí.
Durante años.
Me creí que lo que me pasaba era especial.
Único.
Trágico.
Me monté mi propia cueva con sonido envolvente, luz ambiental y un relato épico de “todo lo que sufrí”.
Y sí, me pasó todo eso.
No me lo inventé.
Pero lo adorné.
Lo exageré.
Le puse banda sonora, ralentí emocional y una voz interna diciendo: “Esto no lo aguantaría cualquiera, soy un superviviente.”
Y lo peor es que lo creía.
Vivía dentro de esa historia.
Me dolía de verdad.
Y desde ahí opinaba, discutía, me protegía, me aislaba.
Hasta que un día me empecé a escuchar con distancia.
Y pensé: “Madre mía. Qué culebrón turco me he escrito.”
Y solté una carcajada.
De esas que no son burla.
Sino alivio.
Porque entendí que no necesitaba tener razón.
Ni explicar mi dolor.
Ni defender mi sombra.
Solo necesitaba reírme un poco.
De mí.
De mi drama.
De mi cueva.
Y en ese momento, sin buscarlo, sin quererlo…
me pareció ver un poco más claro.
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