Sócrates y el arte de incomodar
Sócrates fue, probablemente, el primer gran enemigo público de la humanidad por hacer algo tan peligroso como preguntar. No cuestionó las leyes divinas ni intentó derrocar a ningún tirano. No llevaba armas ni ejércitos. Su único recurso era una paciencia irritante y una lengua afilada que obligaba a la gente a pensar. Y eso, como todos sabemos, es imperdonable.
Atenas se enorgullecía de ser la cuna de la democracia, pero cuando un ciudadano la ejercía hasta las últimas consecuencias —cuestionando creencias, certezas y egos—, el sistema aplicaba un principio muy moderno: “si no puedes callarlo, elimínalo”. Le dieron a elegir su forma de morir, y Sócrates, fiel a su estilo, aceptó la cicuta con calma. Murió sin escribir una sola línea, pero su silencio sigue resonando como la carcajada amarga de quien sabe que tenía razón.
El patrón eterno de la autodestrucción
Podría parecer un episodio aislado de la Antigüedad, pero en realidad es el primer capítulo de una saga que todavía seguimos rodando. La trama es simple: alguien detecta que algo va mal, lo dice en voz alta, y el resto se encarga de asegurarse de que deje de hablar, o de vivir.
La autodestrucción no siempre llega en forma de bombas o pandemias; a veces empieza matando a quienes tienen la osadía de encender la luz en una habitación llena de gente que prefiere la oscuridad.
Desde Sócrates hasta hoy, hemos perfeccionado el arte de convertir la cura en amenaza. Ejecutamos a los que piensan demasiado, encarcelamos a los que denuncian lo obvio, y desacreditamos a los que proponen un cambio real. Y mientras tanto, seguimos fabricando armas “por seguridad”, contaminando “por progreso” y acumulando riqueza “por meritocracia”. Todo muy coherente, si aceptamos que nuestro plan maestro es llevarnos por delante.
El absurdo está en que no somos un accidente inconsciente. No es que vayamos hacia la autodestrucción sin darnos cuenta: la vemos, la señalamos, la estudiamos en conferencias con powerpoints y cafés de cápsula y luego seguimos como si nada.
Roma arde (y no será la última vez)
La noche del 18 de julio del año 64 d.C., Roma ardió. No fue un pequeño incendio doméstico que se escapó de control: fue una hoguera monumental que devoró barrios enteros durante seis días y siete noches, y que aún tuvo la decencia de reavivarse después de apagada, como un invitado borracho que insiste en quedarse en la fiesta.
Las crónicas cuentan que el fuego empezó en el Circo Máximo, un lugar ya de por sí diseñado para excitar multitudes y encender pasiones. Así que encender maderas y tejados no era tan descabellado. Lo que vino después fue el caos: miles de personas sin hogar, templos reducidos a cenizas, almacenes ardiendo con todo el grano que alimentaba a la ciudad, y un clima político que olía a humo mucho antes de que se declarara el incendio.
Y aquí entra en escena Nerón, el emperador con vocación de artista, que según la leyenda tocaba la lira y recitaba versos mientras la ciudad ardía. La imagen es tan poderosa que ha sobrevivido siglos, aunque probablemente sea falsa. Lo cierto es que Nerón aprovechó el desastre para remodelar Roma a su gusto, con calles más anchas y, por supuesto, con espacio para su Domus Aurea, un palacio que no era precisamente discreto.
El detalle delicioso —y aquí asoma de nuevo el patrón— es que, mientras la gente buscaba culpables, Nerón desvió la atención acusando a una secta minoritaria llamada cristianos. Resultado: persecuciones, ejecuciones y una nueva capa de odio social sobre las ruinas humeantes.
Este episodio, lejos de ser una rareza de la Roma imperial, es un ejemplo primitivo de una técnica que hemos perfeccionado:
- Crisis — Real o provocada, poco importa.
- Culpable oficial — Mejor si es un grupo minoritario y poco popular.
- Reestructuración “necesaria” — Que curiosamente beneficia a quienes ya estaban en el poder.
Dos mil años después seguimos aplicando la misma receta con apenas cambios estéticos. Todo arde, alguien se enriquece, y la población se queda con las cenizas y la factura.
Cruzadas, hogueras y herejías
La Edad Media nos dejó castillos, vitrales, cuentos de caballeros y un currículum de violencia en nombre de Dios que haría sonrojar a cualquier CEO del sector armamentístico.
Empecemos por las Cruzadas: excursiones masivas organizadas desde finales del siglo XI con el objetivo oficial de “recuperar Tierra Santa” y el objetivo real de demostrar que la fe, combinada con espadas y logística militar, es una fuerza difícil de detener… hasta que lo es. Bajo la bandera de la cruz, miles de europeos marcharon convencidos de que cumplían una misión sagrada. El problema es que Dios, aparentemente, tenía un sentido del humor peculiar: la misión incluía masacrar ciudades enteras, saquear templos y, en ocasiones, matar a otros cristianos que simplemente vivían en el lugar equivocado.
Y como toda buena “operación de paz”, las Cruzadas no se limitaron al objetivo inicial. Hubo desviaciones, como el saqueo de Constantinopla en 1204, donde los cruzados arrasaron una ciudad cristiana y se llevaron un botín generoso. Lo de amar al prójimo estaba sujeto a interpretación geopolítica.
Si las Cruzadas fueron la versión internacional de la violencia religiosa, la Inquisición fue su derivado doméstico: una especie de franquicia del terror espiritual instalada para purificar la fe… a base de tortura. Desde finales del siglo XII, la Inquisición empezó a perseguir herejes con la misma meticulosidad con la que hoy se persiguen evasores fiscales: investigación, interrogatorio, confiscación de bienes y, si no funcionaba la persuasión, la hoguera.
El círculo argumental era perfecto: cuanto más te defendías, más culpable eras.
De las cruzadas medievales a las cruzadas digitales
El espíritu de las Cruzadas y la Inquisición no ha desaparecido; simplemente ha cambiado de vestimenta. Hoy ya no necesitamos una bula papal para iniciar una guerra santa: basta con un hashtag, un vídeo viral o un titular incendiario.
El enemigo ya no es el infiel de otro continente, sino el adversario ideológico que vive a dos clics de distancia. No hay hogueras en plazas públicas, pero sí cancelaciones, linchamientos mediáticos y guerras culturales que se libran a base de memes.
La lógica, sin embargo, es idéntica:
- Identificar al hereje (hoy llamado “desinformador”, “enemigo del pueblo” o “traidor a la causa”).
- Convencer a la masa de que su mera existencia pone en riesgo el orden.
- Neutralizarlo, no siempre para convencer, sino para dar ejemplo.
Lo inquietante no es la defensa de la verdad, sino el placer secreto de la caza del hereje.
Revoluciones que se devoran a sí mismas
Pero incluso cuando el enemigo es interno, hay momentos en los que el pueblo entero se levanta contra su poder. Ahí empiezan las revoluciones: explosiones de esperanza que, con frecuencia, terminan devorando a quienes las encendieron.
La historia demuestra que incluso en la lucha por liberarse, la humanidad es capaz de tropezar con la misma piedra: transformar la promesa de cambio en una nueva maquinaria de opresión.
Quizá lo más absurdo no es que repitamos el guion de siempre, sino que todavía confiemos en que la próxima vez será distinto. Esa fe ingenua también forma parte del manual de autodestrucción: creer que aprendemos mientras ensayamos la misma coreografía de ruina, una y otra vez.
Preguntas que a lo mejor te haces
¿Por qué los seres humanos tenemos tendencias autodestructivas?
Porque somos la única especie capaz de inventar problemas junto con sus soluciones. Creamos vacunas y bombas en el mismo año, proclamamos la paz mientras firmamos contratos de armas. La autodestrucción no es un accidente: es la otra cara de nuestra inteligencia, el precio de la chispa que nos distingue.
Sí y no. No nacemos queriendo arruinarnos, pero cargamos con esa paradoja de buscar sentido y al mismo tiempo dinamitarlo. Es como si la autodestrucción fuera un eco constante: aparece cada vez que el poder, el miedo o la vanidad tienen más peso que la lucidez. No es un instinto inevitable, pero tampoco algo de lo que podamos desentendernos.
No con recetas mágicas ni eslóganes de autoayuda. Lo único que podemos hacer es mirar de frente nuestras contradicciones, reírnos un poco de ellas y, al menos, no empeorarlas. No se trata de salvar al mundo entero, sino de cuidar el pequeño fragmento que nos toca: una especie de nihilismo responsable. Si no podemos apagar el incendio global, al menos no seamos los que encienden más cerillas.
Porque mi intención es señalar un fenómeno distinto: no se trata de errores morales ni de simples crisis de identidad, sino de esa pulsión social y cultural de silenciar a quienes cuestionan. Desde Sócrates hasta las cancelaciones digitales, repetimos el mismo gesto: destruir parte de nuestra inteligencia colectiva para mantener el statu quo.
Son metáforas y patrones paradigmas de cómo funciona la autodestrucción política:
1. Crear o aprovechar una crisis,
2. Señalar un chivo expiatorio,
3. Reestructurar en favor de los poderosos.
Estos episodios históricos muestran que no es un accidente moderno, sino una coreografía que heredamos y perfeccionamos.
No me gusta la palabra “condenados”, suena demasiado solemne, como si alguien hubiera escrito la sentencia en mármol. Prefiero pensar que somos adictos a repetirlo. La diferencia es sutil pero importante: una condena no se puede evitar; una adicción, al menos, podemos reconocerla. La historia es el mejor espejo de esa compulsión: incendiamos ciudades, levantamos hogueras, linchamos en plazas públicas y hoy lo hacemos con hashtags, fake news y cancelaciones masivas. El guion cambia de vestuario, no de argumento.
¿La única salida? Darnos cuenta de que el ciclo existe. Y quizá —solo quizá— decidir si queremos seguir ensayando la misma coreografía de ruina o improvisar otro paso.