Esto no soy yo
(Inspirado en Magritte y en la sospecha de que todos fingimos saber quiénes somos.)
Magritte pintó una pipa y escribió debajo: “Esto no es una pipa.”
Y tenía razón. No podías fumarla. Solo verla.
Pero si ves tu cara en el espejo, dices que eres tú y no escribes debajo: “Esto no soy yo”
Spoiler: no lo eres.
Eso que llamas “yo” es solo una narración mal montada. Un Frankenstein hecho con recuerdos, traumas, creencias prestadas y algún que otro filtro de Instagram.
¿Tú eres el que se ríe en las fotos, el que llora en silencio, el que duda en la ducha o el que firma emails con “cordialmente” aunque odies a tu jefe?
Pues eso.
Este texto no pretende ayudarte a encontrarte.
Pretende incomodarte lo justo para que empieces a sospechar.
Para que mires tu identidad como quien mira una etiqueta mal puesta: algo que lleva ahí tanto tiempo que ya ni te la cuestionas.
Y si al acabar no sabes del todo quién eres… enhorabuena.
Has empezado a pensar.
El yo como construcción imperfecta
¿Quién eres cuando nadie te mira?
No me refiero a la versión en pijama viendo vídeos de YouTube a las tres de la mañana. Me refiero a esa cosa indefinible que sigue ahí cuando te quitas el personaje, el rol, el disfraz, el “yo soy así”. Esa versión sin guión, sin deberes sociales, sin necesidad de gustar.
Lo más probable es que ni tú sepas responderlo del todo. Y eso no te hace raro. Te hace humano.
Desde pequeños, nos inculcan la idea de que tenemos un yo sólido, estructurado, coherente. Como si fuésemos un mueble bien montado.
Pero la realidad es más bien otra: somos un puto mueble de IKEA, con instrucciones escritas por un ingeniero finlandés bajo psicotrópicos.
Encajas una pieza, desajustas tres. Crees que has terminado, pero te sobran tornillos.
La verdad es que el yo no es una estructura. Es un proceso constante, una especie de estanque donde cada pensamiento, vivencia y emoción genera ondas.
Algunas se esfuman al momento. Otras se quedan años.
Y al final, lo que crees que eres es solo la forma que toman esas ondas cuando nadie más las está mirando.
Lo que te sostiene no es una versión fija de ti, sino la capacidad de revisar quién estás siendo sin destruirte del todo en el proceso. Ese hilo que sigue ahí, aunque cambie de forma, es tu deseo de no mentirte.
También puedes pensarlo como un árbol:
- El tronco: tus valores, lo más profundo y lento de cambiar. Son el centro de lo que eres. Tu sustento.
- Los anillos: tus creencias, moldeadas por lo que vives. Cercanas a tus valores, pero más externas. Pueden cambiar por estar expuestas a la intemperie.
- Las ramas: reflexiones que crecen hacia lo que más te inquieta
- Las hojas: pensamientos que aparecen y caen con el viento
O si prefieres puedes compararlo con como funciona tu memoria:
- Pensamientos y reflexiones = memoria a corto plazo
- Creencias = memoria a medio plazo
- Valores = memoria a largo plazo
La mayoría de nuestras crisis existenciales vienen de una expectativa absurda: la de tener un yo fijo, coherente, explicable en una bio de Instagram.
Pero lo cierto es que pensar cambia. Sentir cambia. Vivir cambia.
Y el yo… no es más que una respuesta variable al caos.
Anatomía del yo: pensamiento, reflexión, creencia, valor
Para entender cómo funciona eso abstracto que llamamos “yo”, hay que asumir algo incómodo: no somos lo que pensamos.
Porque si así fuera, también seríamos las imágenes que vemos antes de dormir, los diálogos internos con gente que no está y las paranoias que montamos cuando alguien no contesta un mensaje.
Y no. Por suerte, no somos (solo) eso.
El pensamiento es la espuma: la parte más visible, ruidosa, pero también la más volátil.
Ideas que aparecen, brillan cinco segundos, y se esfuman como si nunca hubieran existido.
Después viene la reflexión: ese pensamiento que se queda, que fermenta un poco más. Le das vueltas. Lo rozas con otra idea. Le pones un “¿y si…?” encima.
Y si esa reflexión sobrevive lo suficiente, pasa a convertirse en creencia.
Una creencia es una idea con raíces.
No necesariamente verdad, pero sí interiorizada. Ya no es solo algo que piensas, es algo que das por cierto.
Y aquí viene el giro interesante: si una creencia permanece bastante tiempo, si atraviesa experiencias, heridas, renuncias y decisiones importantes… puede acabar convirtiéndose en un valor.
Un valor es como una roca pesada que cayó en el fondo del estanque.
No lo ves, no lo nombras a diario, pero condiciona el caudal completo de lo que eres. No necesitas pensar “creo en la libertad” para actuar con ella. Simplemente lo haces.
Porque cuando un valor está integrado, ya no se cuestiona, se vive.
La analogía con la memoria
Podríamos traducir todo esto al lenguaje de la memoria humana:
- Pensamientos y reflexiones: memoria a corto plazo. Rápida, fugaz, confusa. Genial para ideas brillantes que se olvidan si no las apuntas.
- Creencias: memoria a medio plazo. Se mantienen activas durante un tiempo, pero pueden cambiar con el tiempo y la experiencia. Son como apps que tienes instaladas pero que puedes borrar si ya no funcionan.
- Valores: memoria a largo plazo. Están integrados tan profundamente que a veces ni sabes que están ahí… hasta que algo los contradice y reacciona todo tu cuerpo, no solo tu mente.
Un yo que se construye hacia adentro
Pensamos → reflexionamos → creemos → valoramos.
Esa es la secuencia. Pero también puede ir al revés.
A veces un valor oculto te hace rechazar una creencia nueva.
O una creencia heredada bloquea reflexiones necesarias.
El yo no es una escalera recta, es una red enredada, donde cada hilo tira de otro y a veces terminas en el punto opuesto al que pensabas.
Y eso está bien.
Porque si tu yo no se contradice de vez en cuando, es probable que no estés pensando. Estás repitiendo.
Etapas de la vida y construcción del yo
No nacemos siendo “nosotros mismos”.
Nacemos siendo una especie de hoja en blanco con una ligera tendencia al caos, envueltos en opiniones ajenas, expectativas familiares y decorado cultural.
El yo se construye con el tiempo. A golpes. A dudas. A choques.
Y si alguien te dice que “siempre supo quién era”, probablemente no se ha hecho suficientes preguntas o no se ha mirado al espejo sin maquillaje existencial.
Vamos por partes.
Infancia: lo heredado sin filtro
La infancia es como un disco duro recién formateado que acepta todo lo que le enchufen. Lo que piensas, lo que crees, lo que temes… no lo eliges tú. Lo absorbes.
Tus valores no son tuyos. Son del entorno, de tus padres, de tus maestros, de la televisión, de lo que veías sin entender pero igual te marcó.
Si tus padres te enseñaron que hay que “ser fuerte” o “no llorar”, eso se instala como una creencia.
Si te premiaban por portarte bien y callar, aprenderás que agradar es más seguro que expresarte.
Si te castigaban cuando cuestionabas algo, entenderás que pensar diferente es peligroso.
En la infancia no creas tu yo: lo descargas.
El problema viene después, cuando eso descargado se convierte en tu voz interna. Y un día te sorprendes repitiendo frases que odiabas o tomando decisiones sin saber muy bien por qué.
Ahí empieza la grieta: cuando sientes que algo no cuadra, pero no sabes aún cómo se desmonta.
Adolescencia: crisis e identidad provisional
Si la infancia es absorción, la adolescencia es explosión.
Todo lo que te parecía cierto empieza a oler raro. Cuestionas lo que te enseñaron, lo que ves, lo que creías que creías.
Pero aún no tienes con qué reemplazarlo. Así que entras en ese limbo mental donde te peleas con el mundo para intentar entenderte a ti.
La adolescencia no es rebeldía hormonal, es resistencia estructural.
Es ese momento en el que empiezas a sospechar que el traje que te pusieron no te queda bien, y aunque no tengas uno nuevo, prefieres quedarte en pelotas.
La identidad en esta etapa es como una app en beta. Tiene errores, se reinicia, a veces funciona y a veces no arranca.
Es el momento de probar cosas, personas, pensamientos, creencias.
Te vuelves contradictorio, cínico, idealista, intenso, disperso… y todo está bien.
Porque esa confusión no es un fallo de fábrica. Es el proceso de ensamblaje.
Los valores reales aún están por venir. Pero los falsos ya están empezando a caer.
Madurez: reconstrucción, aceptación, contradicción
Y luego llega la supuesta madurez.
Esa etapa que la sociedad dibuja como un momento de estabilidad, pero que en realidad es más bien una negociación diaria con tus propias incoherencias.
Aquí no se trata de tenerlo todo claro. Se trata de haber hecho las paces con lo que no entiendes.
Empiezas a reconstruir desde lo que viviste. Desde lo que perdiste.
Tus valores ya no son los que te enseñaron: son los que sobrevivieron a tus experiencias.
- Si antes pensabas que la gente debía ser siempre honesta, ahora crees en el silencio compasivo.
- Si antes creías en la justicia como ideal, ahora entiendes que el mundo a veces no compensa nada.
- Si antes buscabas sentido en lo externo, ahora simplemente intentas no traicionarte.
La madurez no es claridad. Es una aceptación funcional de tus contradicciones.
Te das cuenta de que puedes tener un valor y romperlo en algún momento. Que puedes tener una creencia y verla caer sin montar un drama. Que puedes pensar algo y dejar de pensarlo mañana sin sentirte un traidor.
Y, sorpresa: eso no te hace menos tú. Te hace más tú.
Porque el yo, cuando madura, deja de necesitar ser coherente para sentirse real.
¿Son inamovibles los valores?
Hay algo casi sagrado en la palabra “valores”.
Se nos educa con ellos, se nos mide con ellos, se nos evalúa según si “tenemos valores” o no. Pero ¿qué son exactamente?
No hablo de los valores de empresa que aparecen en una pared mientras un jefe te echa con una sonrisa. Hablo de los tuyos.
Los que te atraviesan sin hacer ruido, pero te remueven si los traicionas.
Los que no sueles nombrar, pero están ahí, en cada decisión importante, en cada renuncia difícil, en cada momento donde algo se enciende por dentro y no sabes bien por qué.
Los valores como roca… que también se erosiona
Tendemos a pensar que los valores son inamovibles. Que si crees en la justicia, siempre vas a actuar en su nombre. Que si valoras la libertad, jamás tolerarás lo contrario. Que si uno de tus principios es la honestidad, jamás mentirás ni por compasión.
Spoiler: no es tan simple.
Los valores no son leyes físicas. Son construcciones vivas, profundas, sí… pero también influenciables.
Y no por capricho, sino por experiencia.
Porque los valores no nacen puros. Se forman, se prueban y, a veces, se transforman.
- Creías en la meritocracia… hasta que viste cómo se reparten los privilegios.
- Valorabas la sinceridad… hasta que una verdad destrozó a alguien que amabas.
- Defendías la fidelidad… hasta que el amor se volvió una trinchera.
Eso no significa que no tengas valores. Significa que los estás afinando. Que has pasado de tener valores teóricos a tener valores habitados.
¿Cambiar un valor es traicionarse?
No necesariamente. A veces es la mayor muestra de honestidad contigo mismo. Porque hay una gran diferencia entre traicionarte… y revisarte.
Traicionarte es actuar contra lo que sabes que es esencial para ti.
Revisarte es darte cuenta de que lo que era esencial, quizá ya no lo es. Y eso no es debilidad, es evolución.
Quedarte con un valor que ya no vibra contigo solo para parecer coherente, es como seguir en una relación rota porque “así somos nosotros”.
¿Fidelidad a qué? ¿A tu yo de hace cinco años?
¿A una idea que servía para entonces pero te bloquea ahora?
¿A una versión tuya que ya no entiende lo que necesitas?
No.
Cambiar un valor puede ser una forma de honrarte.
A veces la verdadera traición no está en cambiar, sino en seguir fingiendo que no cambiaste.
¿Y si mis valores ya no me representan?
Entonces ya no son valores. Son jaulas.
Los valores, cuando son auténticos, no duelen. Alinean.
Te pueden exigir, sí. Pero no te destruyen.
Si un valor te obliga a vivir en contradicción constante, revísalo.
Porque puede que lo que te enseñaron como “valor” era solo una expectativa social con buen marketing.
Valores que permanecen… y valores que mutan
Por supuesto, hay valores que resisten el tiempo y la tormenta.
Para algunas personas, la dignidad, la compasión o la libertad se mantienen como faros inalterables.
Pero incluso esos, si son reales, se van llenando de matices.
Creías en la justicia. Ahora también entiendes la compasión.
Creías en la libertad. Ahora también respetas el miedo del otro.
Creías en la verdad. Ahora sabes cuándo callar es amor.
No es que dejes de creer. Es que empiezas a comprender.
Creencias: comodines mentales que caducan
Las creencias son como esas camisetas que te pones sin pensar demasiado. Te quedan bien, las repites mucho, y un día te olvidas de dónde las sacaste.
Hasta que te miras al espejo y piensas: “¿realmente esto me representa o solo me acostumbré a llevarlo puesto?”
¿Cómo se instala una creencia?
A veces se instala por repetición: lo oíste tantas veces que acabaste creyéndolo. A veces por supervivencia: lo necesitabas para entender lo que te estaba pasando.
Y a veces, simplemente, porque alguien que admirabas te la prestó —y tú la aceptaste sin mirar la talla.
Las creencias no se eligen como en un menú.
Se filtran. Se heredan. Se imitan. Se cuelan cuando no estabas prestando atención. Y con el tiempo, se consolidan.
No porque sean verdaderas, sino porque te han acompañado lo suficiente como para resultarte familiares.
Creencias prestadas vs. creencias vividas
No todas las creencias pesan igual.
Las prestadas son las que adoptas sin haberlas puesto nunca a prueba. Suenan bien, encajan con tu entorno, no molestan… pero tampoco te sostienen cuando todo se tambalea. Son como muebles de cartón piedra: decoran, pero no sirven de refugio.
Las vividas, en cambio, son las que salieron de algo que te cambió.
Una pérdida, una traición, un logro, una caída.
Experiencias que raspan, incomodan, hacen grieta… y te dejan con una nueva convicción que no sabías que necesitabas hasta que apareció.
Identificarte con tus creencias: error de principiante (o de adulto que no se cuestiona)
Uno de los errores más comunes es confundir lo que crees con lo que eres. Pensar “yo creo en X” y asumir que eso es parte esencial de tu identidad.
Pero las creencias son herramientas, no etiquetas. Sirven para orientarte, no para definirte.
El problema es que cuanto más te identificas con ellas, más difícil es soltarlas. No por apego a la idea, sino por miedo al vacío que queda si la idea cae.
Y entonces defiendes una creencia como si te fuera la vida en ello, aunque en el fondo ya no tenga sentido para ti.
Es como seguir defendiendo un antiguo grupo de metal que ya no te gusta, solo porque lo escuchabas cuando eras feliz.
¿Cuánto dura una creencia?
Lo justo hasta que se vuelve incómoda. O hasta que se te cae encima.
Algunas creencias sobreviven décadas porque nunca las pusiste en duda. Otras mueren en un instante, por una frase, una experiencia, un silencio.
Y está bien.
Las creencias no están hechas para durar eternamente.
Están hechas para sostenerte hasta que puedas sostenerte sin ellas. Son como las herramientas del chino: útiles al principio, desmontadas a los cuatro usos.
¿Cambiar de creencia es incoherente?
No. Cambiar de creencia es una forma de coherencia más avanzada. Es aceptar que lo que ayer te servía, hoy ya no. Es entender que crecer también implica renunciar a ideas que ya no encajan con tu forma de ver el mundo.
Coherencia no es pensar siempre lo mismo. Coherencia es revisar lo que piensas y quedarte solo con lo que aún vibra contigo.
Vivencias que se vuelven creencias (y no siempre por lógica)
No creemos solo por lógica. Eso es lo que nos gusta pensar, claro. Que nuestras ideas son racionales, ordenadas y bien argumentadas. Pero la verdad es otra: creemos porque algo nos tocó, nos rompió, nos salvó, o nos jodió.
La emoción es el cemento de las creencias.
Sin emoción, una idea es solo una frase bonita.
Con emoción, esa misma idea se vuelve verdad personal.
“Pienso, luego existo”… pero siento, luego creo
El neurocientífico Antonio Damasio lo explicó con claridad:
Sin emoción, no hay decisión.
Las personas con daños en las áreas del cerebro que procesan emoción pueden razonar perfectamente, pero son incapaces de tomar decisiones mínimas: qué desayunar, qué camino tomar, a quién llamar.
Esto nos dice algo muy incómodo: no decidimos desde la razón pura. Decidimos desde lo que sentimos.
Y las creencias se instalan justo ahí: en la intersección entre lo vivido y lo sentido.
Creencias que nacen del dolor
- Fuiste traicionado una vez. Y ahora “la gente no es de fiar”.
- Te abandonaron. Y ahora “nadie se queda para siempre”.
- Te juzgaron por mostrarte vulnerable. Y ahora “ser fuerte es no mostrar debilidad”.
- Te hicieron daño cuando hablaste. Y ahora “mejor callar que lamentar”.
Estas creencias no son construcciones racionales, son cicatrices mentales. Te sirvieron para protegerte y para seguir adelante, pero eso no significa que sigan siendo verdad.
Y sin embargo, ahí siguen. Porque lo que una emoción clavó, no siempre se suelta con un argumento.
¿Por qué es tan difícil desmontarlas?
Porque hay algo de identidad y algo de miedo en cada creencia emocional. Cuestionarla es como tocar una herida que ya parecía cerrada. Y el cuerpo, la mente, el yo… reaccionan.
A veces prefieres creer una mentira útil que enfrentar una verdad dolorosa. Y a veces, tu mente seguirá protegiendo esa creencia porque una parte de ti aún no ha sanado del todo.
¿Y cómo se suelta una creencia emocional?
Con honestidad. Con espacio. Y, muchas veces, con otra vivencia que la contradiga.
No basta con leer. No basta con entender. Hay que sentir algo nuevo que reemplace lo que antes dolía.
- Si una creencia nació del abandono, tal vez solo puedas soltarla cuando alguien se quede.
- Si nació del juicio, tal vez solo se disuelva cuando alguien te mire sin criticarte.
- Si nació del miedo, quizá solo ceda cuando te atrevas a hacer justo eso que antes evitabas.
Las ideas que más creemos son las que más sentimos
Así de simple.
No creemos por convicción lógica. Creemos por resonancia emocional. Y por eso, a veces, creencias absurdas sobreviven décadas mientras ideas brillantes mueren sin pena ni gloria.
Porque no nos cambia lo que entendemos. Nos cambia lo que atravesamos.
Pensar está sobrevalorado.
O mejor dicho: se cree que pensar mucho es lo mismo que entenderse.
Pero no.
A veces pensar mucho solo es una forma sofisticada de huir de lo que sientes. La mente se pone a girar como una lavadora existencial contigo dentro:
“¿Por qué me siento así?”
“¿Y si todo esto es culpa mía?”
“¿Y si no soy suficiente?”
“¿Y si soy demasiado?”
No se trata de buscar respuestas. Se trata de detener el dolor.
Y cuando no puedes pararlo con hechos, lo intentas con pensamientos. El problema es que no siempre funciona. A veces, solo lo disfraza.
Pensar no siempre es evolucionar
No todo pensamiento es reflexión. Y no toda reflexión es crecimiento.
Hay pensamientos que giran en bucle. Hay reflexiones que no abren caminos, solo encierran más.
Porque si pensar fuera garantía de evolución, algunos filósofos no se habrían tirado por la ventana o abrazado el nihilismo como quien abraza un gato salvaje.
El pensamiento puede ser herramienta, pero también puede ser una cárcel. Depende de si lo usas para comprender o para evitar.
Pensar como forma de huida
A veces uno no quiere sentirse, porque lo que hay dentro incomoda, duele, arde. Y entonces pensar se vuelve una vía de escape elegante. No huyes con alcohol, ni con drogas, ni con sexo. Huyes con ideas. Con libros. Con estructuras mentales.
Leer a Paulo Coelho es genial cuando todo es una mierda.
Te hace creer que estás entendiendo algo… cuando en realidad solo te estás anestesiando.
Y lo peor es que eso está socialmente aceptado.
“Qué profundo eres”, te dicen.
Y tú sonríes mientras te vas desangrando por dentro.
Porque el pensamiento no siempre consuela.
A veces solo te distrae mientras sangras.
La lucidez: el infierno de los que no pueden mentirse
Emil Cioran lo dijo como un cuchillo:
“La lucidez es el infierno de los que no pueden mentirse.”
Y ahí está el problema.
Cuando empiezas a ver de verdad —a ver lo que sientes, lo que cargas, lo que repites sin querer—, ya no puedes desverlo.
No puedes volver atrás. No puedes tragarte la píldora azul después de haber visto el código de Matrix. No puedes creer en finales felices sin ironía. No puedes amar sin verte en el reflejo de tu herida.
La lucidez no consuela. A veces simplemente acompaña.
Te sientes menos solo, pero no menos roto.
Reflexionar es enfrentarse al espejo… y no siempre te gustas
Reflexionar, cuando es honesto, no siempre te eleva. A veces te desarma. Te pone frente a versiones de ti que preferías ignorar:
- El tú cobarde.
- El tú que se repite.
- El tú que manipula.
- El tú que se abandona.
Y ahí vienen las preguntas reales:
¿Qué haces con lo que ves? ¿Lo niegas? ¿Lo juzgas? ¿Lo integras?
Porque pensar sin digestión es como leer mil libros sin aplicarlos nunca. Sirve de poco si no bajas al cuerpo, si no lo transformas en acción, en decisión, en ruptura.
Pensar demasiado es como estar en una habitación con mil espejos. Ves todas tus caras. Todas tus dudas. Todas tus versiones. Pero solo una puerta te saca de ahí: la de la acción.
Pensar sin actuar es vivir con las luces encendidas… pero sin moverse del sitio. Y sí, la luz es útil. Pero tarde o temprano, vas a tener que caminar.
El yo narrado vs. el yo vivido
Todo el mundo se cuenta una historia sobre sí mismo.
“Yo soy alguien que siempre lucha.”
“Soy muy racional.”
“Nunca me rindo.”
“Soy intenso, pero leal.”
Nos narramos. Nos editamos. Nos vendemos un personaje con más o menos defectos, pero coherente. Estable. Reconocible.
Es lo que nos permite levantarnos por la mañana sin sentirnos dispersos en mil versiones.
Pero también —y aquí está el truco— es lo que nos limita.
La identidad como relato
El yo narrado es una necesidad casi biológica. Nuestro cerebro necesita coherencia. Necesita sentido. Así que se inventa una línea argumental:
“yo soy así porque me pasó esto”.
“Yo actúo así porque siempre he sido de esta forma.”
“Yo no puedo cambiar porque esto es parte de mí.”
¿Pero qué pasa cuando esa historia ya no encaja con lo que sientes? ¿Qué pasa cuando te ves actuando distinto, sintiendo cosas que “no van contigo”? ¿Te lo permites? ¿O vuelves a ajustarte al guion que te escribiste hace años?
Porque ese relato que creaste para sobrevivir, puede convertirse en tu prisión emocional.
Las contradicciones que no caben en el personaje
El problema de contar una historia de ti mismo es que hay partes que no encajan en ella.
Y entonces las ignoras. O las minimizas. O las niegas por completo.
- Si tú eres “el fuerte”, entonces no puedes mostrarte vulnerable.
- Si tú eres “el que siempre ayuda a los demás”, entonces no puedes decir “hoy no puedo”.
- Si tú eres “el racional”, entonces no puedes permitirte actuar desde la emoción.
Y poco a poco, te conviertes en el editor de tu propia vida, tachando todo lo que no encaje en el personaje, aunque ese personaje ya no te represente del todo.
El yo vivido: más incoherente, pero más real
El yo vivido es otra cosa.
Es lo que realmente eres cuando no estás pensando en quién deberías ser. Cuando no estás actuando para nadie. Cuando haces algo que “no va contigo”… pero lo haces igual. Cuando te sorprendes con una reacción que no esperabas. Cuando rompes tu propio molde sin querer.
El yo vivido es más incómodo.
Es más contradictorio. Más honesto.
Porque no tiene guion. No sigue una narrativa previsible.
Y por eso, muchas veces, preferimos no mirarlo de frente.
Porque si lo hiciéramos, tendríamos que aceptar que no somos tan coherentes como creemos.
¿Quién serías sin tu historia?
Una pregunta radical pero útil:
¿Quién serías si te olvidaras de todo lo que crees que eres?
Si no te definieras por tus heridas, ni por tus éxitos, ni por tus etiquetas o si dejaras de aferrarte a ese “yo soy así” que repites desde hace años.
¿Te sentirías más libre? ¿O más perdido?
La mayoría de personas prefiere un yo limitado pero estable, que un yo libre pero incierto.
Porque contar una historia de ti te da continuidad. Te da identidad.
Pero vivir tu yo sin relato… te da posibilidad.
Y a veces, esa posibilidad es lo único que puede salvarte de seguir repitiendo tu pasado en bucle.
Narrarte es necesario. Pero creértelo todo… es peligrosamente cómodo.
No eres solo tu historia. Eres también todo lo que callas, todo lo que dudas, todo lo que cambia cuando nadie está mirando.
¿Cambiar es posible o solo es postureo mental?
Cambiar está de moda.
Hay millones de libros, podcasts, coaches, gurús de Instagram y hasta tazas de desayuno que te recuerdan cada día que “puedes reinventarte”.
Pero en la vida real, cuando alguien de tu entorno de verdad cambia, lo primero que decimos es:
“Este ya no es el mismo, se le ha ido la olla.”
La sociedad vende la evolución como ideal… hasta que tú decides evolucionar sin pedir permiso.
“Yo soy así”: el ansiolítico más barato del mercado
“Yo soy así” suena a identidad, a autoconocimiento, a firmeza interior. Pero muchas veces es pereza disfrazada.
Es una forma elegante de decir: “No me pienso esforzar por revisar nada de lo que hago.”
- “Yo soy muy directo”: No, igual solo soy hiriente.
- “Yo soy muy desconfiado”: ¿O es que aún no solté lo que me dolió?
- “Yo soy muy independiente”: ¿O es que temo necesitar a alguien?
Spoiler: lo he dicho infinidad de veces.
“Yo soy así” es cómodo porque te ahorra la incomodidad de abrir heridas. Pero a cambio, te impide cerrarlas.
Cambio real vs. cambio de escaparate
Hay cambios que son reales, profundos, lentos, dolorosos.
El tipo de cambio que no se ve en redes, pero se nota en el silencio.
En la forma en que decides no repetir una discusión.
En cómo aprendes a callar sin tragar, o a hablar sin disparar.
En cómo aprendes a no responder con sarcasmo donde antes atacabas. En cómo cuidas tus palabras no para agradar, sino para no repetirte. En esa pausa antes de reaccionar que nadie ve… pero tú sabes lo que costó.
Y luego está el cambio de escaparate:
- Frases motivadoras en el perfil.
- Rutinas nuevas cada semana.
- “Estoy en mi mejor versión”, dicho entre dientes apretados y ansiedad acumulada.
No es que ese cambio sea falso, pero es superficial. Y lo superficial no aguanta una crisis.
¿Se puede evolucionar sin traicionarse?
Aquí entra la Gran Trampa:
“Si cambio, ya no seré yo.”
Como si tu yo actual fuera una obra terminada. Como si no te hubieras contradicho ya mil veces.
Cambiar no es traicionarte, es afinarte.
Es separar lo que hacías por miedo, de lo que haces por convicción.
Es decidir que no todo lo que aprendiste tiene que seguir siendo tuyo.
Porque traicionarte de verdad, es quedarte quieto cuando ya sabes que necesitas moverte.
El cambio como reparación, no como maquillaje
No se trata de inventarte otro personaje ni de borrarlo todo y empezar desde cero.
Se trata de repararte.
De mirar tus partes rotas y decidir qué quieres mantener, qué quieres soltar y qué estás listo para reconstruir.
Cambiar no es convertirse en alguien nuevo: es recuperar partes de ti que tuviste que esconder para sobrevivir.
Es decirte: “Esto ya no me representa, aunque me sirviera en su momento.”
Y eso, aunque no parezca revolucionario, es la forma más honesta de avanzar.
Cambiar no te hace incoherente.
Aferrarte a una versión vieja de ti solo por coherencia, sí.
Identidad: la ficción más útil (y más peligrosa)
Todo el mundo quiere “encontrar su identidad”.
Como si fuera un objeto perdido en el fondo del cajón. Como si “ser uno mismo” fuese un destino, y no una construcción diaria hecha de contradicciones, recuerdos mal archivados y decisiones torpes.
La identidad no es algo que se encuentra. Es algo que te inventas.
Y si no lo haces tú, alguien lo hará por ti.
La necesidad de “ser alguien”
Desde pequeños nos entrenan para tener una identidad sólida:
- Tú eres el responsable.
- Tú eres el gracioso.
- Tú eres el sensible.
- Tú eres el que nunca falla.
Y sin darnos cuenta, nos subimos a ese personaje y nos lo creemos, lo defendemos, lo alimentamos, lo llevamos a todas partes…
Aunque a veces nos quede estrecho, o ya ni nos guste.
La identidad da seguridad, da sentido. Pero también da peso.
Porque cuando “eres alguien”, tienes que actuar como ese alguien todo el tiempo.
Y eso cansa.
Sostener una identidad es caro
Cuando tienes una imagen construida, empiezas a defenderla incluso de ti mismo.
- No puedes fallar si eres “el fuerte”.
- No puedes mostrarte frágil si eres “el divertido”.
- No puedes parar si eres “el constante”.
- No puedes no saber si eres “el sabio”.
Y entonces entras en modo personaje.
No vives: interpretas.
No te muestras: te sostienes.
No evolucionas: te repites.
Hasta que un día, te agotas y no sabes si lo que estás sintiendo es tuyo… o solo un eco del papel que llevas años actuando.
¿Y si te desmontas? ¿Te pierdes o te encuentras?
Hay una angustia real en soltar la identidad.
Porque la identidad da forma, da dirección, da pertenencia. Pero a veces, también te separa de ti mismo.
Darte permiso para no saber quién eres, para estar en construcción, para no tener respuestas es un acto de libertad radical.
Sartre decía que estamos condenados a ser libres.
Y esa libertad incluye la de no tener una narrativa perfecta de ti mismo.
La libertad de no tener que defender un personaje
Cuando dejas de sostener una identidad cerrada, empiezas a respirar y ya no tienes que justificarte, ya no tienes que estar siempre a la altura de tu propia etiqueta, ya no tienes que gustarle a nadie que ame solo a tu versión de escaparate.
No tienes que ser “coherente”.
Tienes que ser verdadero.
Y eso, aunque sea más difícil de entender para los demás,
es la única forma de vivir sin aplastarte.
Identidad no es lo que eres.
Es lo que decides dejar de ser para vivir con más honestidad.
Y después de todo… ¿quién coño eres tú?
Después de todas las vueltas mentales, después de pelar capas, desmontar creencias, romper relatos y revisar tus máscaras, sigue apareciendo, como un eco en la madrugada, la misma pregunta de siempre:
¿Quién coño soy yo?
Y aquí viene la respuesta más honesta que puedo darte:
No lo sabes y no lo vas a saber del todo.
Y eso está bien.
No hay versión definitiva de ti (ni falta que hace)
No eres un producto terminado, ni eres una definición cerrada, ni eres la misma persona que ayer, ni serás la misma mañana.
Intentar “ser tú mismo” es bonito en teoría, pero ¿cuál de todos los “tús” que has sido es el de verdad?
¿El que lloraba con facilidad?
¿El que se blindó para sobrevivir?
¿El que ayudó a otros mientras se deshacía por dentro?
La verdad es que todos fueron reales. Y ninguno te define por completo.
El yo no es esencia, es proceso
Kierkegaard decía que el yo no es algo que uno es, sino algo que uno llega a ser.
Y esa frase es un regalo: te libera del peso de tener que “encontrarte” y te invita a construirte sin prisa.
Tú no eres una cosa. Tú estás ocurriendo. Estás mutando, creciendo, cayendo, rearmándote.
Y a veces, simplemente estás sobreviviendo, que ya es bastante.
«Estar siendo» > «Ser»
El verbo “ser” es rígido, autoritario, implacable. El verbo “estar siendo” es más humilde, más real, más humano.
Porque no somos valientes todo el tiempo. Ni coherentes, ni sabios, ni fuertes.
A veces solo estamos siendo.
Con nuestro caos, nuestra lucidez, nuestras contradicciones.
Y eso es más que suficiente.
El yo no se cierra: se revisa
No tienes que tenerlo todo claro.
No tienes que explicar quién eres con frases de LinkedIn o terapia mal digerida.
No tienes que justificar tus cambios.
Tienes derecho a contradecirte. A evolucionar. A quedarte en blanco. A no saberte.
Y a seguir intentándolo con la honestidad como único faro.
Y si hoy no te reconoces… tal vez es que te estás conociendo de verdad
Porque reconocerse no es encajar en la imagen que tenías, es verte con todo lo nuevo, lo roto, lo que está por rehacerse.
Así que si estás en esa fase de no saber quién coño eres…
bienvenido.
Estás justo donde empieza lo importante.
No tienes que saber quién eres para vivir con sentido. Solo tienes que ser fiel a lo que se mueve dentro.
Ser tú mismo no es reconocerte siempre. Es poder cambiar sin sentirte impostor. Es no tener que actuar para sentirte real. A veces, es simplemente no traicionar lo que empieza a moverse dentro.
Lo demás vendrá (o no), pero al menos será tuyo.