Digamos que un día te levantas y te das cuenta de que ya no te apetece hablar con nadie. No es que odies al mundo. Tampoco te estás volviendo un ermitaño con túnica ni has empezado a escuchar mantras mientras quemas incienso con olor a bosque húmedo. Simplemente… no quieres más jaleo.
Te sigue cayendo bien la señora del bar, saludas al portero con un gesto respetuoso, y hasta haces alguna que otra broma cuando tu jefe no está mirando. Pero, en el fondo, sabes que algo ha cambiado. Ese impulso de conectar, de participar, de “hacer grupo”… se ha evaporado. Como si la energía social hubiera caducado dentro de ti.
Y no estás deprimido. Ni amargado. Estás consciente. Quizá demasiado.
Has llegado a un punto en el que sientes que las relaciones humanas, en vez de sumar, restan. Que por cada conversación hay un pequeño peaje emocional. Que por cada nueva amistad hay una nueva posibilidad de decepción, malentendido o drama innecesario. Y tú no estás para eso. No ahora. No ya.
¿Te pasa algo raro?
Puede.
¿Estás solo en esto?
No tanto.
Este artículo es para ti, que alguna vez te has sentido demasiado lúcido para las relaciones humanas y demasiado educado para cruzar a la otra acera.
No voy a darte una receta para volver a ser “normal”. Tampoco voy a decirte que estás mal por querer tu paz.
Lo que voy a hacer es pensar contigo. Desde la ironía, desde la experiencia, y desde la certeza de que no querer más daño también puede ser una forma de bondad.
Porque a lo mejor lo que tú estás viviendo no es egoísmo ni nihilismo destructivo. A lo mejor es algo más raro y más digno: un nihilismo responsable.
¿Qué cojones es eso del nihilismo?
Antes de que pienses que esto va de pintarse las uñas de negro, leer Nietzsche en cafeterías alternativas y decir que todo es una mierda mientras sorbes un matcha, hagamos una pequeña limpieza conceptual. Porque el nihilismo no es una moda estética: es una sacudida ontológica. Una hostia metafísica. Un: “Ah, vale… ¿entonces nada tiene sentido? Genial, gracias por avisar.”
Nihilismo, según el manual filosófico no tan oficial que llevamos en la cabeza, es la creencia de que no hay un sentido objetivo, trascendente o último para nada de lo que hacemos, sentimos o somos. Que el universo no responde, Dios está de vacaciones permanentes (o nunca existió), y que nuestras grandes construcciones sociales —amor, éxito, familia, estatus, horóscopos— son, en el mejor de los casos, estructuras vacías que flotan sobre la nada.
El término se hizo famoso por Nietzsche, ese señor bigotudo que gritaba que “Dios ha muerto” mucho antes de que fuese una camiseta de H&M.
Pero Nietzsche no era un nihilista cualquiera. Él vio el nihilismo como una enfermedad de la cultura europea: primero quitamos a Dios del centro del universo, pero no nos atrevimos a quitar la silla. Seguimos queriendo sentido, pero ya no había nadie sentado ahí.
“El nihilismo no significa que todo carezca de valor. Significa que no encontramos ningún valor supremo que justifique el resto.”
— Friedrich Nietzsche
Vamos, que Nietzsche no estaba deprimido, estaba enfadado. Enfadado con el cristianismo por haber domesticado la voluntad humana y enfadado con los intelectuales modernos por no atreverse a dar el salto: si todo carece de fundamento, entonces hay que inventarlo. Él propuso el eterno retorno, el superhombre, la afirmación de la vida incluso sin sentido.
Pero seamos honestos: no todos podemos ser superhombres. A algunos simplemente nos gusta que nos dejen en paz.
Ahora bien, no todos los nihilismos son iguales. Hay uno que da asco y otro que da paz. El nihilismo negativo, por ejemplo, es el de tu colega de la Uni que dice que nada importa pero se cabrea cuando le pisan el ego. El que se esconde en el sarcasmo perpetuo, en la crítica fácil, en la renuncia disfrazada de superioridad. Ese es el nihilismo que devora sin crear, que se instala en el vacío como quien se deja hundir en el sofá con la pizza fría y el alma rancia.
Y luego, está otra posibilidad. Una que no sale en los libros de autoayuda ni en los reels de TikTok con música lo-fi de fondo.
Una forma de nihilismo que no destruye, no reniega, no se burla. Simplemente dice: “No hay sentido, vale. Pero no quiero hacer daño. Ni recibir más del que ya me toca. Así que… gracias, pero no. Gracias.”
Eso es lo que vamos a explorar ahora:
el nihilismo responsable, o como me gusta llamarlo por aquí,
“saber retirarse a tiempo sin volverse un capullo”
El nihilismo responsable

—no el de los posters de Nietzsche ni el de los que abandonan a sus plantas por “no tener sentido cuidarlas”—
Vamos a dejarlo claro desde el principio: no todos los nihilistas quieren ver el mundo arder. Algunos sólo quieren que el mundo deje de darles la brasa.
El nihilismo responsable no es una religión, ni una moda, ni una teoría con merchandising. Es más bien una postura vital. Una decisión silenciosa: “Ya que todo esto no parece tener sentido último, y ya que las relaciones humanas, con frecuencia, son campos minados con sonrisa de bienvenida… elijo apartarme un poco. No para castigar al mundo. Sino para no herirme más.”
No esperes himnos épicos ni rituales. Aquí no hay mandamientos, pero si los hubiera, serían más o menos así:
- No cargarás a nadie con tus problemas.
- No aceptarás problemas ajenos que rompan tu calma.
- No fingirás que todo tiene sentido sólo para encajar en una cena.
- Responderás “todo bien” aunque estés existencialmente disuelto por dentro, pero sólo porque no te apetece abrir ese melón otra vez.
Y no, esto no es depresión. Es claridad.
Es el tipo de lucidez que se adquiere después de haberte tragado suficientes relaciones fallidas, jefes con alma de Tiranosaurus Rex, fiestas llenas de conversaciones vacías y consejos bienintencionados del tipo “tienes que abrirte más”.
Es cuando dejas de esperar algo del otro, y no por resentimiento, sino por sobriedad emocional.
No estoy huyendo. Estoy decidiendo.
El nihilismo responsable no huye del mundo. Lo ha mirado fijamente, como se mira un refrigerador vacío a las tres de la mañana. Y tras esa mirada, no ha gritado, ni ha llorado, ni ha escrito un poema. Ha cerrado la puerta del frigorífico y se ha ido a dormir.
Este tipo de nihilismo acepta el sinsentido, pero no lo convierte en excusa para el cinismo. A diferencia del nihilismo negativo, no se queja del vacío, simplemente lo reconoce y lo gestiona.
Como diría Cioran —el poeta oficial del abismo—:
“El problema no es ser lúcido. El problema es seguir siéndolo sin volverse un monstruo.”
Y ahí es donde este nihilismo tiene algo de hermoso: no pretende salvar el mundo, ni darle lecciones. Sólo quiere no molestar más de lo necesario. Ni al otro, ni a uno mismo. Porque hay días en los que sobrevivir sin envenenar es el acto más radical de compasión.
Ahora bien, hay gente que escucha esto y dice:
“Ah, pero eso es puro egoísmo disfrazado. Te estás escapando del compromiso, de los vínculos, del amor…”
Y es tentador responder: “Sí. Y lo hago con educación.”
Pero no. Vamos a afinar un poco más.
Lo que muchos no entienden es que hay vínculos que no salvan, sólo desgastan. Hay relaciones que no acompañan, sólo entretienen. Hay trabajos que no te dan sustento, te quitan el alma a plazos. Y hay días en los que no tienes que explicarte, solo cerrar la puerta sin portazo.
Este nihilismo no está vacío de valores. Al contrario: tiene algunos muy claros.
- Respeto: por el otro, por uno mismo, por el silencio.
- Límite: saber decir no sin necesidad de dramatizar.
- Claridad: no fingir amor donde sólo hay necesidad.
- Y una dosis saludable de ironía: porque el mundo duele, pero si encima lo tomas demasiado en serio, acabas discutiendo con tu tostadora.
Podrías llamarlo “higiene existencial”, o simplemente madurez. Pero es más preciso decir: es el resultado de haber estado demasiado tiempo consciente, demasiado tiempo expuesto, demasiado tiempo esperando algo que nunca llegó del todo.
Y un día, sin rabia ni tristeza, sólo con cierta melancolía tranquila, decides que ya no necesitas más.
No más explicaciones.
No más círculos sociales que suenan a eco.
No más intentos de complacer a quienes nunca entienden tu idioma interior.
¿Egoísmo? No. Minimalismo emocional.
¿Frialdad? No. Autoprotección lúcida.
¿Fuga? No. Resistencia sin ruido.
Del nihilismo como diagnóstico… a la vida como alternativa
El nihilismo responsable no es una pancarta existencial. Es más bien un punto de partida incómodo: aceptas que no hay sentido, pero no por eso dejas que todo te resbale.
Y entonces, ¿qué haces con esa lucidez?
No vas a fundar una ONG. No vas a salvar el Amazonas. Pero quizá le respondes con honestidad a alguien que te pregunta “¿cómo estás?” y no finges entusiasmo.
Quizá dejas de dar consejos automáticos y simplemente escuchas.
Quizá no das like, pero mandas un mensaje que importa.
Desde esa renuncia al sentido cósmico, surge una ética mínima: la del gesto pequeño, el respeto básico, la coherencia sin aplauso.
No buscas redimir al mundo. Solo evitar intoxicarlo más.
Y eso —en tiempos de ruido, cinismo y postureo sensible— ya es casi heroico.
Relaciones humanas: ¿compañía o castigo social?
Mira, lo digo sin rodeos: las relaciones humanas son agotadoras. Y sí, también pueden ser bellas, nutritivas y llenas de memes compartidos a las tres de la madrugada. Pero no nos engañemos: la gran mayoría son como tener varias pestañas abiertas en el navegador emocional, chupándote la RAM de la vida.
Y lo peor no son los conflictos, no. Lo peor es el mantenimiento. Esa constante inversión de energía, expectativas, silencios incómodos, frases con subtexto, cumpleaños que no te interesan y ese esfuerzo titánico de parecer más estable de lo que realmente estás. Bienvenido al circo de la interacción moderna.
¿Qué nos prometieron?
Nos dijeron que “la vida son los vínculos”, que necesitamos a los otros para realizarnos, para ser felices, para crecer. Y algo de verdad hay en eso: somos seres relacionales, sí. Pero también somos seres con límites, con saturación, con necesidad de silencio. Lo que pasa es que eso nadie te lo dice con frases de Paulo Coelho.
Tener relaciones no significa tener que estar siempre disponible, ni perdonarlo todo, ni fingir entusiasmo social cuando lo que quieres es ver el techo y respirar sin preguntas.
A veces uno se relaciona no porque lo desea, sino porque el sistema lo exige: amigos, pareja, colegas, grupo de WhatsApp del trabajo, grupo de padres del colegio, grupo de “¿quién se apunta al brunch?”… Y tú, mientras, viendo cómo tu paz interior se va desangrando entre emojis de compromiso.
Cuando estar con otros se convierte en una forma de soledad
Esto es lo jodido: muchas veces estás rodeado, conectado, incluso querido, pero profundamente solo. No por drama, sino porque nadie accede a tu verdadero lenguaje. Estás jugando el papel social, intercambiando frases correctas, memes, planes. Pero dentro, hay un yo que no está invitado a esa fiesta.
Y claro, llega un punto en que te preguntas:
“¿Esto es compañía… o es simplemente ruido organizado?”
¿Estoy compartiendo con alguien o simplemente cumpliendo con una coreografía relacional?
Relaciones como cargas invisibles
Hay vínculos que no acompañan: demandan. No te permiten ser, te exigen una versión funcional de ti, un tú simpático, disponible, gracioso, sabio, comprensivo. Un tú que no existe todo el tiempo.
Y cuando decides bajar esa máscara y aparecer como realmente estás —callado, cansado, sin mucho que decir—, muchos se desconectan. Porque no les interesas tú, les interesa lo que tú les das.
En ese momento entiendes que la relación no era compañía, era contrato.
Y tú ni sabías que habías firmado.
“Pero sin vínculos, ¿qué queda?”
—te dirán algunos.
Queda algo valioso: el vínculo contigo mismo.
No es narcisismo ni autocompasión. Es honestidad emocional. Es saber cuándo necesitas aislarte para no estallar. Es poder decir: “hoy no quiero ver a nadie” sin sentirte culpable.
Es cuidar tu mente como quien cuida una herida abierta: sin exponerla al polvo, a las palabras innecesarias, al “¿qué te pasa?” de quienes nunca se quedan para escuchar la respuesta entera.
Entonces, ¿las relaciones están sobrevaloradas?
No, pero están mal entendidas.
El nihilismo responsable no dice “huye de todo el mundo”. Dice:
“Elige con quién vale la pena hablar aunque no haya respuesta, con quién puedes callar sin tener que explicarte.”
No es rechazo social, es selección afectiva radical.
Un filtro existencial, no por miedo, sino por cuidado.
Porque ya has estado suficiente tiempo en cenas donde te preguntaban por el clima mientras tú pensabas en el sentido del sufrimiento humano.
Y eso, créeme, agota más que estar solo.
¿Es esto vivir en el margen? Puede. ¿Y qué?
Vamos al grano:
Sí, esto que estás haciendo —poner límites, reducir ruido, dejar relaciones caducar sin renovar contrato emocional— puede parecer a ojos del mundo como una forma de “salirse” del juego.
Y lo es.
Pero a veces salirse del juego no es rendirse.
Es ganar lucidez.
Es darte cuenta de que la partida está mal planteada y que seguir jugando sólo garantiza desgaste.
¿Es antisocial querer paz?
Vivimos en una cultura que fetichiza la sociabilidad. Si estás solo, es porque “algo te pasa”. Si te alejas, “estás raro”. Si no respondes rápido al grupo, “no estás integrado”.
Y si simplemente no te apetece fingir entusiasmo… “¿estás bien?”
La sospecha cae sobre el que no necesita atención constante, sobre el que no busca ser “parte de algo” todo el tiempo. Se asocia el silencio con retraimiento, y el retraimiento con patología.
Pero, ¿y si el silencio no es aislamiento sino madurez?
¿Y si el margen no es un castigo, sino el único espacio donde uno puede oírse a sí mismo sin interferencias?
Vivir en el margen no es desaparecer. Es dejar de fingir.
No te has ido a una cueva. No has dejado de existir.
Sigues cumpliendo tus responsabilidades, sigues siendo amable con quien lo merece, sigues estando ahí para quien realmente está ahí para ti.
Pero has dejado de fingir que todo esto tiene sentido automático.
Has soltado la idea de que hay que seguir socializando por compromiso, por costumbre, por miedo al silencio.
“El verdadero acto de libertad es vivir sin esperanza.”
—Albert Camus
Camus no quería decir que hay que estar triste todo el tiempo, sino que la dignidad humana empieza cuando dejamos de buscar sentido como quien busca WiFi en un bosque.
Vivir sin esperanza, en este caso, es vivir sin necesidad de que todo sea redimido. Sin necesidad de que tus decisiones sociales estén justificadas con frases tipo “me lo paso genial con ellos” o “me aportan mucho”.
Porque a veces no te aportan nada. Y está bien.
¿Retirarse o aislarse? La línea delgada
Retirarse no es lo mismo que desaparecer. No es cerrar todas las puertas ni convertirse en un espectro emocional. Es —más bien— dejar de participar en lo que duele más de lo que suma.
Pero hay un riesgo sutil: confundir el cuidado propio con el aislamiento defensivo. Cerrarte tanto que ya nadie pueda entrar, ni siquiera quien sí vale la pena.
El nihilismo responsable no propone convertirte en isla, sino en filtro.
No se trata de no tener vínculos, sino de tener pocos, verdaderos y sin necesidad de performance.
No es estar solo con tu eco. Es elegir con quién puedes compartir el silencio sin tener que explicarlo.
Elegancia marginal
Hay una cierta elegancia en quien elige retirarse con respeto.
No desaparece con un portazo. No lanza indirectas pasivo-agresivas. No hace unfollow con drama. Simplemente se corre un poco al borde del camino, y desde ahí observa sin rencor.
Y esa postura, aunque solitaria, no es nihilista en el mal sentido.
Es ética.
Porque al dejar de fingir, te vuelves más verdadero.
Y si alguna relación sobrevive a tu verdad, es porque esa relación vale la pena.
Pero… ¿no es triste todo esto?
Claro que hay melancolía.
Pero es una melancolía tranquila, sin resentimiento, sin drama, sin épica barata.
Es el tipo de tristeza madura que llega cuando entiendes que no todas las puertas que se cierran son una pérdida. Algunas son un descanso. Tampoco esperas que se abra una nueva.
Ya no necesitas forzar conversaciones.
Ya no haces malabares emocionales para parecer alguien que no eres.
Ya no te pasas tres días dándole vueltas a si deberías haber dicho aquello en la cena.
Ya no entras a todas las batallas.
Ya no quieres tener razón.
Lo que quieres es paz. Espacio. Silencio limpio.
Y eso, en medio del ruido del mundo, es casi una revolución.
No quiero cambiar el mundo, sólo dormir sin culpa y sin notificaciones.
Si has llegado hasta aquí, es posible que te estés preguntando si esto que he llamado nihilismo responsable es una filosofía de vida, una etapa existencial, o simplemente una excusa para no tener que ir a cenas los viernes.
Y la respuesta es: sí. Es todo eso. Y ninguna de esas cosas.
Porque no estoy aquí para encasillarme, sino para sobrevivir con un poco más de conciencia y un poco menos de ruido.
No es una doctrina, es una tregua
Esto no es una revolución.
No pretendo abolir las redes sociales, ni romper con todos los vínculos, ni cambiar tu vida para que encaje con este discurso.
Lo único que digo es que existe una forma de estar al margen sin perder la ética, una forma de decir “no me apetece” sin convertirse en el cliché del hater misántropo.
No quieres herir. No quieres pelear. Pero tampoco quieres seguir actuando.
Y en ese equilibrio frágil —entre el respeto por los otros y el respeto por ti mismo— nace este tipo raro de nihilismo. Uno que no grita. Uno que no destruye. Uno que simplemente se retira en paz.
¿Un mensaje esperanzador? No hace falta
No voy a terminar este artículo con una frase inspiradora ni con una receta para reencontrarte con “el sentido de la vida”.
Porque tal vez no hay sentido.
Y, sin embargo, sigues aquí.
Leyendo. Pensando. Sintiéndote un poco menos solo sabiendo que hay otros que también han mirado el vacío y han decidido no dramatizarlo más de lo necesario.
Quédate con esto:
No estás roto por querer estar solo.
No eres insensible por poner límites.
No eres raro por cansarte de fingir interés.
Estás pensando. Estás eligiendo. Estás cuidándote.
Y eso, aunque no venda libros de autoayuda, también es una forma de amor.
Así que no, no quiero cambiar el mundo.
Quiero dormir sin culpa. Sin notificaciones. Sin tener que explicar por qué hoy no me apetece hablar.
La vida después de la retirada
Y una vez has bajado del ruido, del deber ser, del juego social agotador… ¿qué queda?
Queda lo que sobrevive al vacío sin disfraz.
Un café en calma. Una conversación que no exige personajes. Una caminata sin destino, sin foto, sin testigos.
No hay sentido escrito en piedra. Pero hay pequeñas señales de que no todo está perdido: alguien que no interrumpe tu pausa, una risa sin guion, un rato sin tener que justificar tu forma de estar en el mundo.
Retirarse no es el final del camino.
A veces es solo el primer paso para construir algo que, aunque no salve a nadie, al menos no te traicione a ti.